Perfil (Domingo)

Morder la mano que da de comer

- GABRIEL BELLOMO

A lo largo de una vida sublevada, a la altura de su ficción, Truman Capote trató en vano de ocultar sus demonios: la ansiedad y la depresión. Fue quien fue, pero también quien simuló ser. El gran escritor, autor de una obra consolidad­a desde el primero de sus libros Otras voces, otros

ámbitos, vivió a la sombra de su propio reflejo, y de esa distorsión dan cuenta sus textos. En el prefacio a Música para cama

leones incluye lo que podría llamarse su credo literario: “Cuando Dios nos ofrece un don, al mismo tiempo nos entrega un látigo… Dejé de divertirme cuando descubrí la diferencia entre escribir bien y mal, y luego hice un descubrimi­ento más alarmante aún: la diferencia entre escribir muy bien y el verdadero arte. Después de eso, cayó el látigo”. ¿Qué llevó a este escritor de extraordin­ario talento hacia un final desprovist­o de un mínimo destello del pasado esplendor?

Liliane Kerjan lo responde. Capote era escritor, claro, pero también actor. Si Capote alcanzó algo parecido a la paz que, sin dudas, anhelaba, lo perdió con la escritura de Plegarias atendidas, obra de la que llegaron a publicarse en el New Yorker capítulos aislados. Estos conformaro­n algo así como su muerte civil. En la tapa de la revista, en febrero de 1976, a propósito de la publicació­n del capítulo titulado “La costa vasca, 1965” (que integraría, debía así entenderse, el libro citado), se inscribió la leyenda: “Capote muerde la mano que le da de comer”. Pero, finalmente, Capote era escritor y aspiraba a lo imposible: releyó cada uno de sus libros y dictaminó que nada de lo que había escrito era lo mejor que podía dar. Renegó de la totalidad de sus textos, se impuso la tarea de una escritura nueva, de un estilo que contuviera todo lo que sabía sobre narrativa, dramaturgi­a, periodismo, y quizá pudo haberlo logrado. Pero lo sorprendió la muerte.

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Truman Capote

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