El futuro según Lem
Summa technologiae
Escribir ciencia ficción es una tarea que se vuelve cada vez más complicada, en parte por una paradoja que Lem ya advertía en los 60 cuando escribió este libro. El ritmo vertiginoso de los cambios estimula a pensar o construir mundos futuros, pero al mismo tiempo reduce las oportunidades de acertar con la predicción. ¿Quién puede decir cómo será el mundo en cien años? Ni siquiera sabemos cómo va a ser dentro de cinco o diez, cosa que por cierto plantea distintos problemas, no solo en la ciencia ficción: en la escuela, como suelen repetir los pedagogos –no obstante lo cual siempre terminan sacando las conclusiones equivocadas–, actualmente estamos formando a chicos para un mundo que no tenemos idea de cómo va a ser; aunque guardamos la esperanza de que la nanotecnología pueda conectar nuestros cerebros a la nube y podamos prescindir de esos sindicalistas abyectos que toman de rehén a los chicos y a lo mejor también los torturan.
Digamos que cada época construye sus propios mitos, ya sea alrededor del sindicalismo o sobre la inmortalidad. Houellebecq –como muchos otros– imaginó la inmortalidad a través de la clonación; Heinlein, a través de experimentos genéticos. Desde principios de siglo también se puso de moda pensar en una digitalización de la conciencia que nos permitiría una sobrevida en una dimensión cibernética. Bioy Casares imaginó algo similar, aunque con lo que tenía a mano en la década del 30: el fonógrafo y el cinematógrafo. Hoy algunas novelas ya hablan de “nanobots” que viajarán por el organismo reparando las células y prolongando indefinidamente la vida.
En realidad, ya no parece descabellado pensar que en algún momento alcanzaremos la inmortalidad, pero lo más probable es que eso suceda desde algún paradigma disruptivo que ni siquiera es posible sospechar.
De todos modos, la función de la literatura, incluso la de “anticipación”, no es –o al menos no debería ser– tanto acertar con la técnica sino pensar en los impactos cognitivos, psicológicos, ontológicos o morales que podrían implicar esas revoluciones científicas. Algo así sugiere Lem: “El mecanismo de las diversas tecnologías, tanto de las existentes como de las posibles, no me interesa y no tendría que ocuparme de él si la actividad creativa del hombre fuera libre, similar a la divina, libre de toda impureza de la dependencia del saber”.
En este libro de ensayos, publicado en 1964 y traducido del polaco por Bárbara Gill, Lem reflexiona sobre el futuro de la civilización a partir de sus vastos conocimientos multidisciplinares que abarcan, entre otras, la astronomía, la medicina, la cibernética o la biología. Si bien tiene un enfoque positivista que se advierte, por ejemplo, cuando asimila los vaivenes de la civilización a distintos fenómenos naturales o estelares, no por positivistas sus razonamientos dejan de ser plausibles, sobre todo los concernientes a la probabilística y la matemática que emplea para concluir cuántas civilizaciones cósmicas podría haber, o cuál es el tiempo promedio que logran subsistir.
Aunque quizás las conjeturas más interesantes están en el capítulo dedicado a la “fantomática”, que sería
¿Quién puede decir cómo será el mundo en cien años? Ni siquiera sabemos cómo va a ser dentro de cinco o diez, cosa que por cierto plantea distintos problemas, no solo en la ciencia ficción