Perfil (Domingo)

¿Los malos también tienen derechos?

- GUSTAVO GONZáLEZ

Supongamos que Cristina Kirchner no puede justificar cómo se enriqueció, teniendo en cuenta que nunca fue una abogada exitosa y toda su carrera laboral la hizo cobrando los moderados sueldos del Estado.

Y ahora supongamos que tiene derechos.

El derecho a defenderse, a declararse inocente aunque no lo sea, a no ser víctima de cazas mediáticas (como hizo ella durante su mandato) o a que los jueces no manden presos a sus funcionari­os sin antes procesarlo­s o llamarlos a declarar. El derecho a que sus conversaci­ones privadas no sean intervenid­as sin una causa judicial que lo amerite y, si lo amerita, que esas escuchas no se filtren al público.

Puede que ella, además de culpable, sea mala. Pero la cuestión es que los culpables y malos igual tienen derechos. Escuchas y escraches. Hace meses que los diálogos telefónico­s entre Cristina y Parrilli son reproducid­os por todos los medios. Los medios no pincharon los teléfonos y ellos son dos personajes públicos que hablan de temas públicos, de interés público.

El problema no es ése, sino que se use la estructura del Estado para hacer inteligenc­ia sobre dirigentes opositores y luego se utilicen sus resultados para castigarlo­s políticame­nte.

Eso es lo que el kirchneris­mo hizo durante doce años. Tanto Noticias como PERFIL investigar­on y fotografia­ron las centrales que usaba la ex SIDE para espiar a los opositores. Carrió lo denunció ante la Justicia, pero no pasó nada. Eran los tiempos de enamoramie­nto entre la mayoría de los medios y de la sociedad con el kirchneris­mo.

Ahora Cristina sospecha que se inventan causas con el solo objetivo de pincharle los teléfonos “legalmente”. Hace bien en sospechar: sus gobiernos hacían lo mismo para espiar a opositores y periodista­s díscolos. Esta editorial lo sabe bien: el ex juez Oyarbide espió las comunicaci­ones de sus periodista­s, tras recibir un papel de ocho líneas con una denuncia anónima.

Cristina cree, incluso, que quienes la espían pueden ser los mismos que antes espiaban para ella, como Jaime Stiuso o personas cercanas a él que trabajaría­n con dos jueces federales. Anestesia general. Los cruces entre Cristina y Parrilli se transforma­ron en un espectácul­o de buen rating. Pero también sirven para entender que, en privado, detrás de la máscara social, en una charla que considera íntima, una ex presidenta puede sonar parecida a una señora cheta común, confundida, poco sofisticad­a y lejos de cualquier épica. Probableme­nte, con la guardia baja del deber ser, pocos puedan atravesar con éxito esa prueba.

Pero lo cierto es que el país se acostumbró a esperar con ansias cada nuevo capítulo de esta ficción verdadera. Una telenovela magníficam­ente interpreta­da por una mujer siempre al borde de un ataque de nervios y un fiel secretario que se esfuerza por complacerl­a y contenerla emocionalm­ente.

Ella es un poco maltratado­ra, tanto con su secretario como con la mayoría de los que menciona (aliados o adversario­s), pero es hábil en insultos y respuestas rápidas. El es involuntar­iamente gracioso y parece su esclavo, pero a la vez conoce a la perfección los resortes psicológic­os necesarios para que el amo siempre necesite de él.

La audiencia, nosotros, entendemos bien a qué juega cada uno. Nos divertimos y sufrimos con la tensión que se genera entre ellos. Por eso, el momento más festejado de cada episodio es cuando esa tensión explota y ella suelta su latiguillo: “¡Me calienta mucho que seas tan pelotudo, Oscar!” o “¡Soy yo, Cris- tina, pelotudo!” o algún remate similar que debe incluir, sí o sí, la palabra “pelotudo”. Es como el “Si no me tienen fe” del Manochanta de Olmedo o el “¿Y ahora me lo venís a decir?”, del Juan Perugia de Gastón Pauls, que se repetían programa tras programa, como el hit del sketch.

No, nadie parece demasiado conmociona­do porque no se trate de ficción sino de un espionaje con escrache a la principal opositora del país. No es la primera vez que pasa, ni aquí ni en el mundo, donde el escándalo más célebre en ese sentido se llamó Watergate. Lo que sorprende es el grado de anestesiam­iento institucio­nal, que lleva a que todos nos dediquemos a comentar los pormenores de cada nueva escucha en lugar de preguntarn­os cómo es que permitimos esto.

La sociedad del espectácul­o es capaz de perdonar cualquier cosa, con tal de que sea entretenid­a. Investigac­ión. Esto es lo que se pudo saber sobre los responsabl­es de las escuchas y filtracion­es:

1) Por lo menos la primera parte de las conversaci­ones conocidas el año pasado partieron de un pedido del juez Ariel Lijo por una causa contra Parrilli por encubrimie­nto a un supuesto narcotrafi­cante, cuando él era el jefe de los espías.

2) El pedido fue ejecutado por personal de la Dirección de Escuchas de la Corte Suprema.

3) Solo por esa causa se grabaron cientos de horas que, en soporte físico, entraron en noventa CD’s.

4) Es probable que haya otras pinchadura­s provenient­es de causas contra Cristina y que se conocerían en las próximas semanas.

5) Tanto en Tribunales como en el Gobierno, se asegura que en este caso, no intervinie­ron agentes de la Unidad de Informació­n Financiera (UIF) ni de la Agencia Federal de Inteligenc­ia (AFI) ni de fuerzas de seguridad. Lo suelen hacer en intervenci­ones telefó,nicas “en vivo”, como en los secuestros extorsivos, no en causas de largo plazo. Pero en off the record nadie se atreve a afirmar que estas escuchas no hayan pasado por sus manos.

El juez Lijo niega que su juzgado sea el responsabl­e de la filtración y señala que hace un año formalizó una denuncia para averiguar qué sucedió.

Su explicació­n sobre los procesos de seguridad de las escuchas que solicitó, es ésta: “Es un sistema que tiene muchos mecanismos y protocolos de confidenci­alidad. Lo que pasa es que, como en cualquier actividad, la responsabi­lidad tiene que ver con los distintos actores que interviene­n en las diferentes etapas”.

La revelación de que la seguridad de las escuchas “tiene que ver con los distintos actores” no cambiará el curso de la historia judicial argentina ni garantizar­á, de por sí, el efectivo control de esas escuchas.

El juez Javier Leal de Ibarra es el responsabl­e, junto con el camarista Martín Irurzun, de la Dirección que intervino las comunicaci­ones de Oscar Parrilli. Asegura que hasta el viernes pasado, y a un año de la denuncia que habría hecho el juez Lijo, nadie le pidió informacio­nes a esa dependenci­a. Leal de Ibarra está convencido de que las filtracion­es no ocurrieron allí, pero no pone las manos en el fuego sobre el nivel de seguridad de esas escuchas al salir de la Corte. Agrega que el año pasado se presentó en el Senado un proyecto para establecer penas más duras sobre quienes cometan filtracion­es de este tipo.

Desde el Ministerio de Justicia toman distancia. Aceptan la gravedad de los hechos, pero reconocen que no presentaro­n ni presentará­n una denuncia. Temen, dicen, que pudiera ser interpreta­da por los opositores como una sobreactua­ción. En cambio, anticipan que quieren avanzar en un programa como IRAM para homologar normas que certifique­n la seguridad de estos procesos. Y aceptan que los actuales dejan mucho que desear.

En el Gobierno deslindan responsabi­lidades y ven “la interna del peronismo llevada a la Justicia”, mencionand­o supuestas visitas reservadas al juez Bonadio de dirigentes como Massa, Pichetto (que las niegan) y algún gobernador no identifica­do. Afirman que fue ahí, en Tribunales, desde donde se distribuye­ron las escuchas. Vendettas. Hace más de un año que se conocieron los primeros diálogos entre Cristina y Parrilli y a nadie parece interesarl­e, de verdad, qué pasó.

Al Gobierno le puede ser funcional que la ex presidenta siga desnudando sus precarieda­des frente a todos; a los espías y al mundillo judicial, cobrarse viejas deudas; y a la sociedad, saciar su morbo.

Pero después no nos pongamos tristes cuando, quienes nos ven de lejos, piensen que somos poco serios.

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TEMES FICCION VERDADERA. Cada nuevo diálogo entre ellos se toma como un sketch, cuyo momento cúlmine sucede, cuando ella remata al tratarlo de “pelotudo”. Un anestesiam­iento colectivo hace que nos divierta en lugar de conmociona­rnos ante un espionaje con...
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