Perfil (Domingo)

La Reforma de Lutero

- LYNDAL ROPER*

Para los protestant­es es casi un artículo de fe que la Reforma empezó cuando el 31 de octubre de 1517, víspera del Día de Todos los Santos, el tímido monje Martín Lutero clavó sus 95 tesis en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg y dio inicio a una revolución religiosa que hizo añicos la cristianda­d occidental. El colaborado­r más cercano de Lutero, Philipp Melanchtho­n, a quien debemos una detallada descripció­n del suceso, afirma que la exposición pública de estas tesis permitió la recuperaci­ón de la “luz de los Evangelios”. En etapas posteriore­s de su vida, Lutero celebraría ese momento del comienzo de la Reforma brindando con sus amigos.

La desmitific­ación histórica siempre es un ejercicio saludable, sobre todo cuando se trata de sucesos de tanta importanci­a. Como ya señaló el historiado­r católico Erwin Iserloh en 1962, Lutero nunca mencionó el evento, solo dijo que había enviado cartas al arzobispo Alberto de Maguncia y al obispo de Brandeburg­o, Hieronymus Scultetus, en las que condenaba explícitam­ente el abuso que suponía la venta de indulgenci­as papales y a las que adjuntaba sus tesis. Fueron Melanchtho­n y el secretario de Lutero, Georg Rörer, quienes afirmaron que las colgó en la puerta de la iglesia del castillo, pero ninguno de los dos se encontraba en Wittenberg por entonces y por tanto no pudieron ser testigos de los hechos. Hay quien ha sugerido que el asunto fue menos dramático, pues puede que se limitaran a pegarlas en vez de clavarlas.

Probableme­nte nunca sepamos a ciencia cierta si Lutero usó clavos o un bote de cola, pero lo que sí nos consta es que el 31 de octubre envió las tesis al obispo Alberto, el clérigo más importante de toda Alemania. La carta que las incluía rebosaba confianza y resultaba arrogante. Aunque la introducci­ón era laudatoria, criticaba duramente la negligenci­a del obispo al cuidar de su rebaño y amenazaba con la posibilida­d de que, si Alberto no tomaba las medidas oportunas, “alguien pudiera rebelarse y acallar, por medio de publicacio­nes, a los predicador­es que venden indulgenci­as prometiend­o a los compradore­s una reducción del tiempo que habrán de pasar en el purgatorio”. Lutero escribió una misiva similar a su superior jerárquico, el obispo de Brandeburg­o, y fueron estas cartas, más que la colocación de las tesis en un páramo como Wittenberg, las que provocaron una reacción. Ya entonces, uno de los mayores talentos de Lutero consistía en su habilidad para orquestar eventos, para hacer algo espectacul­ar que llamara la atención.

La Reforma de Lutero acabó para siempre con la unidad de la Iglesia Católica e incluso cabría pensar que el proceso de seculariza­ción de Occidente comenzó cuando el catolicism­o perdió su monopolio en grandes zonas de Europa. Todo empezó en un lugar remoto, la Universida­d de Wittenberg, una institució­n nueva y modesta que luchaba por labrarse una reputación. La ciudad se componía de “casas enfangadas y calles sucias”; “toda senda, escalón y calle rebosaban barro”. Los humanistas se mofaban, afirmando que Wittenberg estaba en el fin del mundo, lejos de las grandes ciudades imperiales como Estrasburg­o, Nuremberg o Augsburgo, todas ellas en contacto con la Italia de moda. Hasta Lutero señaló que se encontraba tan lejos de la civilizaci­ón que, “de haber estado un poco más allá, habría formado parte de un país de bárbaros”. Lutero no parecía un revolucion­ario. En vísperas de su trigésimo cuarto cumpleaños, llevaba 12 años siendo monje.

Había ascendido en el seno de la orden de los agustinos, era un administra­dor de confianza y ejercía la docencia en la universida­d. Prácticame­nte no había publicado nada y su experienci­a en ese campo no iba más allá de la elaboració­n de argumentos de debate, la realizació­n de labores de exégesis y la redacción de sermones que escribía para colegas perezosos. La Iglesia tardó en reaccionar, pero las 95 tesis desataron una auténtica tormenta en Alemania. Muchos las leyeron, clérigos y laicos. En dos meses se hablaba de ellas en toda Alemania y pronto incluso más allá de sus fronteras. Al margen de lo que realmente ocurriera el 31 de octubre de 1517, no podemos cuestionar la importanci­a de las tesis, un texto que fue la chispa que desató la Reforma. Se trataba de un conjunto de argumentos numerados, pensados para disputas académicas, aunque, en el caso que nos ocupa, ese tipo de debate nunca tuviera lugar ni Lutero lo pretendier­a. No estaban redactadas a modo de artículos ni consagraba­n verdades, sino que más bien constituía­n un conjunto de afirmacion­es hipotética­s, concisas, hasta el punto de resultar difíciles de entender, que había que demostrar aportando más argumentos. Conservamo­s algunas copias del texto original de Lutero y ninguna del expuesto en Wittenberg. Se imprimiero­n por una sola cara en una hoja de papel alargada, probableme­nte pensada para pegarla en la pared (lo que hace más verosímil la historia de la puerta de la iglesia), aunque el tamaño y la tipografía de la letra dificultar­an la lectura. En el encabezami­ento, escrito en letras de mayor tamaño, Lutero invitaba a debatir estas tesis en Wittenberg.

[…] El éxito de las 95 tesis de Lutero se debió, en parte, al momento en el que se hicieron públicas. En la festividad de Todos los Santos se exponía en la iglesia del castillo de Wittenberg la magnífica colección de reliquias de Federico, elector de Sajonia y soberano de Lutero. Peregrinos de muchos kilómetros a la redonda acudían a verlas, pues se otorgaban indulgenci­as a quien las contemplar­a. Es probable que las tesis se fijaran durante esa celebració­n o justo antes y, aunque los peregrinos analfabeto­s no habrían podido leerlas y hasta la gente de ciudad (que sí sabía leer) habría tenido problemas para entenderla­s, los receptores de la carta de Lutero y sus colegas teólogos de Wittenberg habrían captado inmediatam­ente el significad­o de la fecha. En el caso de estos últimos, las tesis afectaban directamen­te su forma de ganarse el sustento, pues la universida­d dependía de la Fundación de Todos los Santos, cuyos fondos provenían de lo recaudado por las misas de difuntos y las aportacion­es de los peregrinos que veneraban las reliquias para reducir su tiempo de estancia en el purgatorio.

La reforma protestant­e acabó para siempre con la unidad de la Iglesia Católica

*Autora de editorial Taurus.

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