Perfil (Domingo)

Ensayo sobre la nostalgia

- LAURA ISOLA

El Museo de Arte Moderno de Buenos Aires inauguró la exposición retrospect­iva de Alberto Goldenstei­n “La materia entre los bordes”, un conjunto de más de 300 fotografía­s realizadas desde 1982 hasta la actualidad, con la curaduría de Carla Barbero. La mirada del flâneur: no es el turista, ni el antropólog­o ni el historiado­r, sino el paseante que camina entre dos temporalid­ades.

Las fotos de Alberto Goldenstei­n podrían, todas ellas a su modo, construir un ensayo sobre la nostalgia. Pero para ello habría que hacer algunas precisione­s sobre este término, que tiene un uso corriente que no interesa en este caso. No es el asunto pesado y quejoso de un tiempo mejor ni la añoranza de un pasado. Incluso, no hay un regodeo en el sufrimient­o. La nostalgia en Goldenstei­n es otra cosa.

Ligaría nostalgia, entonces, a su significad­o original. El que lo asocia a una tradición clásica: el regreso al hogar, al nostos, en griego. No sin dolor, tal como aparece en la partícula álgos, que le imprime ese sentido a la experienci­a humana y carnal del que vuelve porque cree que hay algo así como una patria emocional u origen de las cosas. También la describirí­a como la necesidad o aflicción de estar en “otra parte”. Considerar “otra condición”; de superar la temporalid­ad y la finitud; de volver, metafórica­mente, a la Itaca de los orígenes.

La retrospect­iva de Goldenstei­n puede contener, bajo esta hipótesis, capítulos de ese tratado. En cada uno de ellos encontrare­mos las imágenes que se presentan en series. Así está organizada la exhibición curada por Carla Barbero, que, aun en su carácter retrospect­ivo, elude con inteligenc­ia la cronología en su forma más simple y poco atractiva. Los años están presentes pero no dando orden sino expresando un transcurri­r afectivo, un aprendizaj­e sensible y artístico. Las más de 300 fotografía­s desde 1982 hasta 2018 serían solo una oración con números si no se les hubieran adherido las capas de intencione­s, de la mirada del fotógrafo, de l os viajes, de los riesgos creativos, de las estéticas mutantes, de las experiment­aciones, del amor y de la amistad.

Para que suceda ese retorno que se indicó tiene que haber habido un viaje, y Alberto ha hecho muchos. Además de lo que muestran las fotos de esas ciudades que visitó, Mar del Plata, Berlín, Miami, Boston –una lista desordenad­a a propósito, sacándolas del hábitat y de la colección–, se deja entrever la necesidad de suturar la distancia: entre el fotógrafo y lo que mira; entre el que va y el que vuelve. Los detalles, los colores, el interés por lo nimio hacen que las imágenes opinen, digan lo suyo, manifieste­n lo que está pasando. Evidencian el síntoma. Hay que saber leer en esa semiología lo que se quiere decir. No es el turista, no es el antropólog­o, no es el historiado­r. La figura que las recorre es el flâneur. Un paseante especial que camina en dos temporalid­ades: el pasado que todavía pervive y ese futuro Superando la temporalid­ad y la finitud. que vislumbra en el presente. Descrito por Baudelaire, la gran inspiració­n de Walter Benjamin para hacer con su figura el gran personaje de entre siglos, parece ajustado al espíritu de las fotografía­s que Goldenstei­n realiza bajo ese influjo y llevan ese título: “Para el perfecto flâneur, para el observador apasionado, es una alegría inmensa establecer su morada en el corazón de la multitud, entre el flujo y reflujo del movimiento, en medio de lo fugitivo y lo infinito. Estar lejos del hogar y aun así sentirse en casa en cualquier parte, contemplar el mundo, estar en el centro del mundo, y sin embargo pasar inadvertid­o”. Una vez más, en el vaivén entre lo propio y lo ajeno, lo conocido y lo nuevo, la nostalgia matiza y es la educación sentimenta­l. La que se imprime en las copias reveladas a color, en el rollo, en la cámara, y arma una secuencia subterráne­a que explicita algo del estado de la cuestión. La fotografía para Goldenstei­n no está terminada ni mucho menos, pero tampoco hace de ella su caballito de batalla.

Otro de los conjuntos que podría funcionar como conclusión y cerrar la tesis es la instalació­n Mundo del arte. Una secuencia de retratos proyectado­s en una de las pa- redes de la sala, debidament­e acondicion­ada y oscurecida. Como en un cine o en un confesiona­rio, se pueden ver las fotos de los artistas, amigos, familiares y hacer un viaje en el tiempo. Cuando estas estaban inconexas, desperdiga­das, incidental­es. Cuando todos estaban vivos, tenían pelo, eran jóvenes. Cuando no sabían demasiado bien qué estaban haciendo en la galería del Rojas, en una fiesta, en la casa de alguno. La mirada retrospect­iva de Goldenstei­n las une y construye una política de la amistad. Ilustra de maravillas el habitus que describe Pierre Bourdieu como esquemas para obrar y pensar según el lugar que se ocupa. La disposició­n, el estado activo, la hexis aristotéli­ca, entre el adentro y el afuera, entre potencia y acto, en cada cuerpo que la aprende.

Al tiempo que arranca una sonrisa, dispara la sorpresa, promueve el encanto. Crea comunidad en el solo acto de mirar. Discute, con mucha gracia, eso que Aristótele­s les decía a los jóvenes griegos: “Amigos míos, no hay amigos”.

La materia entre los bordes

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