‘Manual de exilio’ (fragmento)
El centro de acogida para solicitantes de asilo de Rennes, restaurado hace poco, me recuerda al instituto. Una gran puerta acristalada y pasillos interminables, salvo que aquí, en lugar de aulas, hay habitaciones para refugiados. En el vestíbulo central hay un mapa del mundo con banderas pequeñas de los países residentes. A finales del verano de 1992, la miseria del mundo se ha dado cita en Rennes. Irak, Bosnia, Somalia, Etiopía, varios países del antiguo bloque soviético. Algunos vagabundos profesionales también, hombres perdidos desde hace mucho, quizá desde siempre, entre las diferentes administraciones y fronteras, entre el mundo de verdad y este inframundo de los ciudadanos de segunda clase, sin papeles, sin rostro y sin esperanza. Me recibe una señora con unas gafas enormes. Habla sua- vemente mirándome a los ojos. Es una novedad. Desde que he llegado a Francia, todo el mundo (incluidas las personas con buenas intenciones) me habla muy alto y con frases cortas del tipo: “Tú… Comer… Sí… Ñam, ñam, qué bueno”, o “¡Tú esperar aquí! ¡Aquí, esperar!”. Esto es otra cosa. La señora me explica, muy despacio –y, como de milagro, lo entiendo todo–, el funcionamiento del centro de acogida. Entiendo que voy a tener una habitación individual, de soltero, que el baño y la cocina son comunes y que tengo derecho a un curso de francés para adultos analfabetos tres días a la semana. Me ofendo un poco. —I have BAC plus five, I am a writer, novelist… —No importa, hijo –contesta la señora–. Aquí comienzas una nueva vida…