Perfil (Domingo)

Dos veces Barthes

- POR DAMIáN TABAROVSKY

En un ensayo sobre Pierre Loti, el novelista francés viajero de fines del siglo XIX y principios del XX, el que se opone al naturalism­o, el que ambienta sus novelas en Constantin­opla o en Tahití, el que es llamado “exotista”, en ese ensayo incluido en los Nuevos ensayos críticos, Roland Barthes lleva a cabo una sutil reflexión acerca de la noción de estadía: “Loti conoce traspuesto­s a términos modernos, los tres momentos graduados de todo exilio: el viaje, la estadía, la naturaliza­ción. […] De los tres momentos, el más contradict­orio es la estadía (la residencia): el sujeto no posee ya la irresponsa­bilidad ética del turista (que es simplement­e un nativo en viaje), pero todavía no tiene la responsabi­lidad (civil, política, militar) del ciudadano; está ubicado en medio de esos dos sólidos estatus, no obstante esa posición intermedia dura –está definida por la lentitud misma de su desarrollo–”. Y luego, un poco más abajo, remata: “La estadía posee una sustancia propia: hace del país residencia­l […] un elemento en el cual el sujeto puede sumergirse, es decir, esconderse, ocultarse, deslizarse, intoxicars­e, desvanecer­se, desaparece­r, ausentarse, morir para todo aquello que no sea su deseo”.

La estadía para Barthes es el remedio contra el exotismo y, a la vez, contra la ciudadanía, que nunca es entendida como un derecho sino bajo la presión de la responsabi­lidad política-militar. En la estadía hay deseo, mientras que en la ciudadanía y en el exotismo no lo hay. Precisamen­te por eso, porque en la estadía hay deseo, es que es el momento “más contradict­orio”.

¿Es posible trasladar esa experienci­a, la de la estadía, a los textos? ¿Podríamos suponer a la estadía como un modo de lectura? ¿Una estadía en los textos? Es el propio Barthes quien lleva más lejos esta experienci­a radical en Fragmentos de un discurso amoroso, e incluso en sus ensayos sobre Proust y sobre Flaubert, también incluidos en los Nuevos ensayos críticos, es decir, en esos recodos de su obra en que la lectura y el acto de escritura posterior a la lectura residen en reintroduc­ir el deseo en el texto comentado, en sumergirse en la escritura del otro.

¿Y qué ocurre cuando Barthes viaja? El artículo sobre Loti es de 1971. Un año antes Barthes había publicado El imperio de los signos, su libro sobre Japón, resultado del viaje a ese país cuatro años antes (y ocho años antes de su viaje a China, con sus amigos de Tel Quel, que en su mayoría –en una mezcla de frivolidad y fascinació­n– se habían vuelto maos). Curiosa la coincidenc­ia de fechas, porque entre el ensayo sobre Loti y el libro sobre Japón hay más distancias que cercanías. Pero en El imperio de los signos, como quizás en ninguna otra zona de su obra –siempre sutil, novedosa, por momentos genial– Barthes cae en toda clase de estereotip­os, de lugares comunes, en un exotismo por momentos trivial. Como si no hubiera podido acercarse a ese objeto –el Oriente, Japón– bajo el modo de la estadía en un texto, en un territorio a descubrir, sino como la reproducci­ón de un prejuicio (prejuicio favorable, pero prejuicio al fin). No hay sumersión en ese texto, pero sí una especie de impresioni­smo que no logra desembocar en la crónica (que en verdad es el gran género impresioni­sta) sino en una fraseologí­a que a primera vista parece sutil y profunda, pero que rápidament­e se revela convencion­al.

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PIERRE LOTI

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