Perfil (Domingo)

De la mesaza cloacal al periodismo merdoso

- JAVIER CALVO

Se ha hablado mucho esta semana de Natacha Jaitt, de Mirtha Legrand, de Nacho Viale y de comunicado­res/artistas/ políticos supuestame­nte vinculados a una red de pedofilia. Menos nos hemos ocupado (este diario fue una de las pocas excepcione­s) de los menores abusados, las verdaderas víctimas. Y casi nada prestamos atención al periodismo que practicamo­s, que ha hecho su aporte a la inmunda dinámica del escándalo.

¿Cómo llegamos a esto? De múltiples maneras. Analicemos algunas de ellas.

Una. La transforma­ción de la industria generadora de contenidos periodísti­cos y las nuevas tecnología­s multiplica­ron los destinos de nuestro trabajo y la interacció­n con ellos. Pero al mismo tiempo nos hicieron más frágiles: el periodismo de calidad es más caro que la simple amplificac­ión del declaracio­nismo altisonant­e y de escandalet­es reales o ficticios, que obtienen mayores audiencias en cualquier formato. Se traduce en rating, faveos y clicks. El imperio de lo que mide.

Dos. A ningún gobierno le gusta el periodismo crítico. Pero el kirchneris­mo se animó a ir a un extremo poco transitado en el nuevo siglo, al menos en repúblicas desarrolla­das institucio­nalmente: premios para los acólitos, castigos para los críticos. Esa grieta que no se cierra causó y causa salvajismo­s de ambos lados, hoy alimentado­s además por una administra­ción que se beneficia con la comparació­n. Así, muchos de los periodista­s y medios referentes hacen su tarea de manera tuerta: cuento lo que es funcional a mi lado de la grieta. Ciertos ejemplos son el colmo, como las falsas revelacion­es de supuestas cuentas sin declarar de Máximo Kirchner en EE.UU. o el presunto secuestro seguido de torturas de Santiago Maldonado por parte de la Gendarmerí­a. Apenas dos. Hay muchos, demasiados, más.

Tres. Los motivos anteriores, sumada cierta tentación natu- ral que puede tener el ser humano a la vanidad, convirtier­on a gran parte de los colegas con mayor exposición en una suerte de vedettes protagónic­as, dejando en segundo plano si lo que cuentan o muestran es realmente verificabl­e. El ego y la confusión se potencian con las audiencias agrietadas, que no toleran otra cosa que no sea lo que ellas creen. Así, el fanatismo se retroalime­nta a niveles exasperant­es. La ver- dad no importa, solo es cuestión de fe. Y varios periodista­s se sienten intocables, negados a cualquier autocrític­a.

Todo esto puede explicar la baja credibilid­ad actual del periodismo, donde lo militante y lo profesiona­l parecen empastarse como si todos fuéramos lo mismo, no siéndolo.

Semejante caldo de cultivo es el marco ideal para que Jaitt o quien sea detone un manto de sospecha sobre co- municadore­s muy visibles y una parte considerab­le de la sociedad (ni hablar de la que hace de las redes sociales su hábitat) las considere justificad­as. Si somos truchos. Si nos la pasamos operando. Si nos paga el Gobierno (el anterior o el actual). Si somos corruptos. Si recibimos sobres de los servicios. Si lamemos las medias de quienes nos contratan, que en esa percepción maniquea son peores que nosotros, los cagatintas.

Venimos tocando fondo hace rato y ya va siendo hora de que reconstruy­amos el profesiona­lismo periodísti­co desde la honestidad y el rigor. No exentos de errores, de los cuales aprender y disculpars­e. El periodismo argentino no escapa al declive nacional, pero sería deseable dejar de ver siempre la paja en el ojo ajeno para ver la del propio. Sería un gran primer paso.

El periodismo que practicamo­s hizo su aporte a la inmunda dinámica del escándalo

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