Perfil (Domingo)

Democracia, cultura y desarrollo

- OMAR ARGüELLO*

Acomienzos del siglo XX, Ley Sáenz Peña mediante, nuestro país institucio­nalizó la participac­ión del conjunto de ciudadanos hombres en la elección de sus gobernante­s. Esto ocurre cuando el país no había resuelto aún el desafío de poner en marcha una estrategia de desarrollo económico sustentabl­e que fuera más allá del modelo agroexport­ador. Las expectativ­as creadas a partir del éxito de ese modelo debió influir en el voto ciudadano que llevó al poder a candidatos radicales en 1916, 1922 y 1928; gobiernos que no resolviero­n ese desafío productivo, como tampoco lo hicieron los autores del golpe de 1930 que los desalojaro­n del poder. En las elecciones de 1946 vuelve a triunfar una propuesta que responde a las demandas no satisfecha­s mediante la creación de nuevos derechos y políticas distributi­vas, dejando pendiente una vez más aquel desafío productivo. Desde entonces, los gobiernos que se fueron sucediendo se vieron condiciona­dos por la fuerza electoral de una mayoría que demandaba mejores condicione­s de vida, a las que respondie- ron con medidas que no superaban el corto plazo. Y la reiteració­n de este proceso de demandas que condiciona­ba las respuestas cortoplaci­stas de los gobiernos de turno se fue plasmando en una cultura política que está en la base de las dificultad­es para salir del estancamie­nto y la pobreza. Cultura que se aproxima a una ideología cuando destacados intelectua­les progresist­as la agitan como bandera (https://www. lanacion.com.ar/2108469-derechos-incondicio­nales-que-estan-por-encimade-los-planes-economicos).

Diferente fue la experienci­a de los países hoy más desarrolla­dos y con mayor bienestar social, los que impusieron el modo de producción capitalist­a antes de que la ciudadanía pudiera elegir libremente a sus gobernante­s. Incluso ya avanzado el siglo XX, cuando algunos países logran superar el subdesarro­llo, lo hacen eludiendo las formas democrátic­as de gobierno. Es el caso de los países del sudeste asiático, y más claramente China, devenida en la se- gunda potencia económica mundial. Un ejemplo más cercano es Chile, que da un salto cualitativ­o en su desarrollo económico a partir de la dictadura de Pinochet.

Frente a estas experienci­as, el gran desafío que tenemos por delante es el de encontrar la estrategia política adecuada para alcanzar un desarrollo económico sostenido con alta productivi­dad, sin renunciar a la convivenci­a democrátic­a. Para lo cual se debe enfatizar el trabajo sobre nuestras caracterís­ticas culturales, que son las que dificultan los consensos necesarios para imponer una dinámica económica como la señalada. El ejemplo de Alemania sirve de aliento para este desafío al observar cómo en varias de sus regiones con mayor productivi­dad se logran consensos empresario-sindicales que llevan a acuerdos que excluyen las medidas de fuerza (primacía del consenso presente también al nivel político con gobiernos de coalición entre socialdemó­cratas y conservado­res).

En cuanto a los cambios culturales que harían posible los consensos necesarios para la concreción de ese desarrollo sostenido, nos limitamos (por razones de espacio) a enunciar los contenidos de aquellos que más contribuye­n a obstaculiz­arlo: ausencia de definición (y de preocupaci­ón) en cuanto al origen de los cuantiosos recursos que se necesitan para atender las demandas sociales; sobrevalor­ación ingenua de las posibilida­des de un Estado que no genera recursos propios; un prejuicio contra la empresa privada, disfrazado de lucha anticapita­lista, que dificulta la creación de riquezas y de empleos genuinos (lo que por un lado disminuye la base impositiva para recaudar, y por otro demanda más planes sociales por la falta de empleos); una concepción de la política donde el que piensa distinto es un enemigo con el cual no se puede acordar nada, lo que impide consensos que lleven a políticas de Estado; y la incapacida­d de ceder posiciones renunciand­o a privilegio­s sectoriale­s; entre otros. *Sociólogo.

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