Perfil (Domingo)

Cuadros en la pared

- POR DAMIáN TABAROVSKY

Todavía me gusta la pintura. Quiero decir, los cuadros pintados en óleo, en acrílico, colgados de la pared. No todos, por supuesto, no siempre, desde ya. Pero me interesa la tozudez, la terquedad de ese género cuando está bien hecho. Es como la resistenci­a de la resistenci­a, el vestigio del gran arte (la idea no es mía, es de Jean-Luc Nancy: “¿Qué queda del arte? Solo un vestigio”). ¿Cuándo entró en crisis la idea misma de cuadro pintado? ¿En Malevich? ¿En el Negro sobre Negro? No lo sé. Sí sé que la vanguardia (y la crítica de vanguardia: tradición sobre la que algún día deberé escribir algo. Deudas intelectua­les que se acumulan y que tal vez no llegue nunca a saldar) ha funcionado siempre como una gran decretador­a de muertes (en esa dirección, el prólogo de Alan Pauls a Roland Barthes por Roland Barthes –recienteme­nte publicado por Eterna Cadencia– es impecable. Nota a mí mismo: escribir alguna vez sobre Pauls como uno de los grandes ensayistas contemporá­neos). Muerte del arte. Muerte del autor. Muerte de la pintura. ¿Quién fue el último gran pintor? ¿Francis Bacon? Es probable. En todo caso su obra expresa una sospecha definitiva en la descomposi­ción de la figura. ¿Y Lucian Freud? ¿Es un virtuoso conservado­r? ¿Un pintor mayor? Seguro que ambas cosas. ¿Y David Hockney? Siempre lo pensé, al contrario, como un pintor menor, hasta que hace unos años vi en Guadalajar­a una magistral muestra de estampas en blanco y negro, realizadas a partir de la lectura de libros o de fábulas literarias, en especial de The Blue Guitar, basado en el poema de Wallace Stevens “El hombre de la guitarra azul”, poema a su vez inspirado en el cubismo de Picasso.

Graciela Ieger es una buena pintora. Paisajes íntimos, su más reciente exposición, en el Museo Benito Quinquela Martín, lo demuestra. Con una influencia lejana de Edward Hopper, lo primero que llama la atención es la tensión entre las obras y el nombre de la muestra. Los “paisajes íntimos” en realidad son imágenes urbanas, citadinas, porteñas. Nada recae sobre el sujeto, sobre un “yo”, sino que apunta a la vida de la ciudad. “Hora de cierre” se llama una de las obras, que bien funciona como metáfora de la muestra: son mayoritari­amente escenas de la ciudad, pero de la ciudad desierta, vacía, muerta. Esquinas y perfiles de edificios, la vista de una vereda desolada desde un ciber, una estación de servicios sin surtidores, pintada desde el lateral o el fondo. Hay también escenas de autos, taxis, colectivos. Todo en Buenos Aires remite a la soledad, a la tristeza, a cierto desasosieg­o. Unas pocas obras muestran figuras humanas. Pero casi siempre solitarias. Y en las poquísimas en las que hay dos figuras, no hay ningún atisbo de comunicaci­ón entre ellas. No obstante, sería un error ver en las obras de Ieger una denuncia de la incomunica­ción, de la dimensión alienante de la ciudad, de la soledad en la multitud. Si algo de eso existe, es en filigrana. Como telón de fondo, no más que eso. Las obras de Ieger exhiben un cierto pudor, se detienen antes de levantar la voz. Dicen, pero en susurro.

Y al salir, ya en el 152, leí el suplemento Cultura de la semana pasada, y reparé en la entrevista a Marcelo Cohen. Nada me es más afín que lo que dice sobre la Feria del Libro, que bien puede leerse como una reflexión más general, sobre el estado de la cultura contemporá­nea. Pero ése es otro tema.

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GRACIELA IEGER

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