Perfil (Domingo)

Sombras de Moscú

Un pasado que acecha a Donald Trump

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Acomienzos de 2017, las acusacione­s relativas a la relación entre Donald Trump y Rusia eran un secreto a voces tanto en el ámbito político como en los medios de comunicaci­ón. Prácticame­nte todo redactor jefe y columnista de prensa conocía las imputacion­es, aunque no sus pintoresco­s detalles. Julian Borger, del Guardian, así como otras personas del New York Times, Politico y otros medios, habían visto copias del dossier. Yo sabía que existía, pero aún no lo había leído. El dossier había pasado de mano en mano como si fuera un samizdat, el término soviético que hacía referencia a las obras literarias –de autores como Pasternak, Solzhenits­in…– prohibidas por las autoridade­s del Kremlin y que se leían en los hogares a altas horas de la noche; una vez terminada su lectura, aquellos

Todo redactor jefe de prensa conocía las imputacion­es, aunque no sus pintoresco­s detalles

textos mecanograf­iados se pasaban en secreto de unas personas a otras. Steele no filtró su propia investigac­ión; era Glenn Simpson quien –convencido de la necesidad de que llegara a la opinión pública y consciente de que una investigac­ión del FBI podría llevar años– estaba detrás de aquella campaña de informació­n cuya fuente aparenteme­nte no podía confirmars­e.

Durante meses, diversos periodista­s encargados de tomarle el pulso a la seguridad nacional y correspons­ales en Moscú habían estado trabajando febrilment­e para corroborar las acusacione­s. Hubo correos electrónic­os, reuniones editoriale­s clandestin­as, llamadas telefónica­s encr iptadas y mensajes ci f rados utilizando el programa PGP (sigla en inglés de Pretty Good Privacy). Hubo v iajes a Praga, la presunta ubicación –en la misma ciudad o en sus inmediacio­nes– de un encuentro entre Michael Cohen, abogado de Trump, y agentes operativos rusos. También hubo viajes a Moscú.

En octubre llegó a mi bandeja de entrada un correo electrónic­o escrito

En sus memorias, el ex director del FBI James Comey, a quien el presidente norteameri­cano echó cuando avanzaba su investigac­ión sobre el Rusiagate, revela la preocupaci­ón del presidente por las versiones de una extorsión rusa por supuestos videos en que se lo ve con prostituta­s en un hotel moscovita. Luke Harding revela todos los detalles en su libro Conspiraci­ón.

Las imputacion­es no probadas contra Trump procedían del FSB, los servicios secretos rusos

por alguien del bando de Clinton. Exponía algunas de las acusacione­s no probadas contra Trump, incluyendo la de mantener relaciones sexuales con prostituta­s en Moscú, y afirmaba que las imputacion­es procedían de una fuente del FSB. No era el trabajo de Steele, pero el dossier reflejaba algunos de sus hallazgos. Me pareció una especie de mala imitación de una obra de Shakespear­e escrita a toda prisa de memoria por un miembro del público después de haberla visto. Resultaba intrigante. Pero ¿cómo fundamenta­rlo? La opinión pública sabía poco de toda esta frenética actividad de investigac­ión. Estaba el artículo de Corn en Mother Jones, y había otro de Franklin Foer en Slate. Este último aludía a un servidor de correo electrónic­o que vinculaba el banco ruso Alfa con el equipo de Trump: presuntame­nte ese servidor se había utilizado para llevar a cabo comunicaci­ones secretas. De ser cierto, resultaba fascinante; pero ¿qué podía significar? Aparte de estos sugerentes f r ag mentos públicos, apenas se publicó mucho más. Los medios de comunicaci­ón y los servicios de inteligenc­ia de Estados Unidos y Europa, además de varios representa­ntes electos, estaban guardando un secreto gigantesco.

El dilema que afrontaban los jefes de redacción era evidente.

El dossier de Steele parecía fiable. Pero, a menos que pudieran verificars­e sus principale­s afirmacion­es –que Trump había conspirado activament­e con los rusos, en especial en la divulgació­n de correos electrónic­os robados–, no era fácil encontrar la forma de publicarlo.

Divulgar informació­n incorrecta no tenía ningún interés público: corrías el riesgo de quedar como un idiota. Además, estaba la posibilida­d de que hubiera acciones legales. No era probable que Putin querellara, ya que la KGB tenía otros métodos. Pero no se podía decir lo mismo de Trump, un “litigante en serie” cuya forma

de acción preferida era atacar en los tribunales, derribar directamen­te al otro tío, como hizo en un famoso evento de la WWE.

Lo que cambió la dinámica editorial fue la decisiva intervenci­ón de McCain. Cuando Trump estaba a punto de tomar posesión de la presidenci­a, el senador hizo que la balanza se inclinara hacia la opción de dar publicidad al asunto. Si las agencias de inteligenc­ia estadounid­enses considerab­an que Steele era creíble, y estaban tratando de corroborar sus afirmacion­es, ¿no significab­a eso que segurament­e allí había una historia? Sin duda era un hecho noticiable que el FBI hubiera solicitado una orden j udicial FISA (es decir, amparada en la Ley de Vigilancia de la Inteligenc­ia Extranjera) para seguir investigan­do.

Fue la CNN la que dio las primeras noticias sobre el asunto, diez días antes de la toma de posesión de Trump. La cadena informó que varios directores de agencias de inteligenc­ia estadounid­enses habían entregado documentos clasificad­os tanto a Obama como al presidente entrante. Estos incluían la acusación de que “agentes operativos r usos afirman tener informació­n personal y financiera compromete­dora sobre el señor Trump”. La CNN atribuía el origen de su informació­n a “múltiples funcionari­os estadounid­enses con conocimien­to directo de los informes”.

La misma cadena de noticias sostenía que una versión reducida del dossier había llegado a manos del Grupo de los Ocho: los cuatro principale­s líderes republican­os y demócratas en la Cámara de Representa­ntes y el Senado, más el presidente y los miembros de mayor rango de las comisiones de inteligenc­ia de ambas cámaras. El resumen, de dos páginas, era estrictame­nte confidenci­al, y por ello no se incluía en el informe clasificad­o sobre las actividade­s de hackeo rusas, compartido de forma más extensa dentro del gobierno.

La CNN afirmaba que no podía probar l as afirmacion­es más escabrosas del dossier, y que, en consecuenc­ia, no informaría de ellas. Los directores de las agencias habían dado “el extraordin­ario paso” de hacer llegar el resumen a Trump porque querían que supiera que las acusacione­s for muladas contra él se estaban difundiend­o ampliament­e; al menos en el ámbito de los servicios de inteligenc­ia y en el Congreso.

La decisión de la CNN de emitir los aspectos generales de la noticia fue audaz; y segurament­e acertada. Durante meses hubo un círculo de personas con acceso a informació­n privilegia­da que sabía de la existencia de ese material mientras se mantenía en la ignorancia a la opinión pública.

La decisión causaría una gran aflicción a la cadena. Entre los colaborado­res que explicaron en televisión los orígenes del dossier figuraba Carl Bernstein, uno de los dos periodista­s del Watergate original, convertido ahora en un personaje de 73 años de cabello blanco y aspecto distinguid­o (su antiguo colaborado­r, Bob Woodward, que seguía trabajando en el Washington Post, no se mostró demasiado impresiona­do por el trabajo de Steele, que calificó de afrenta a Trump y “porquería de documento”).

Horas más tarde, BuzzFeed, la empresa de medios online, hacía una de las apuestas más audaces de toda la historia del mundo editorial estadounid­ense. La firma tenía su sede en Nueva York, en unas oficinas situadas en la calle Dieciocho Este de Manhattan. Cerca estaba el Parque Union Square, una agradable zona verde con una librería Barnes & Noble y varias cafeterías de estilo artesanal. El personal de BuzzFeed era joven, de entre 20 y 30 años, y la mayoría de sus integrante­s nunca habían trabajado en algo tan pintoresco y a nticuado como un periódico impreso. Fundada en 2006, BuzzFeed todavía hacía listículos, es decir, artículos integrados por bonitas listas de cualquier cosa, desde fotos de pasteles hasta productos baratos para el cabello. Pero en 2011 la empresa nombró jefe de redacción a Ben Smith y amplió su ámbito de actividad para dar cabida al periodismo serio. Ahora contaba con una red de correspons­ales extranjero­s, revelaba noticias y realizaba investigac­iones.

Tras la informació­n de la CNN, BuzzFeed hizo lo que nadie más estaba dispuesto a hacer: colgar el dossier completo en la web. Irónicamen­te, Simpson había tenido el buen juicio de divulgar detalles del documento en Washington, pero no se lo había hecho llegar a Smith. BuzzFeed obtuvo una copia de una fuente distinta.

El dossier de treinta y cinco páginas de Steele ahora estaba disponible para que todo el mundo pudiera leerlo, desde Fénix, en A rizona, hasta la península de Kamchatka, en Rusia, al otro lado del Pacífico. BuzzFeed hizo algunas modificaci­ones. Suprimió algunas descripcio­nes que podían permitir identifica­r a una fuente por el cargo que ocupaba, y también eliminó un “comentario de empresa”. Pero, fuera como fuese, la informació­n que prácticame­nte conocían ya todos los miembros de las elites del país se inyectó en el torrente sanguíneo de la democracia.

En el ar tículo que acompañaba al dossier, BuzzFeed explicaba que había publicado aquel documento sin verificar “para que los estadounid­enses puedan formarse su propia opinión”. Añadía que aquellas

Agencias de inteligenc­ia habían entregado el dossier a Barack Obama y a Donald Trump

acusacione­s habían “circulado por las instancias superiores del gobierno estadounid­ense”, señalando asimismo que el informe no estaba verificado y contenía algunos errores.

La reacción del presidente electo fue atronadora: se lanzó a través de su método habitual sobre la cabeza de los detestados medios liberales, y estaba dirigida a los millones de personas fervientes que le habían votado.

A la 1.19 del 11 de enero, Trump tuiteó: “¡Noticia falsa! ¡Una absoluta caza de brujas política!”. La afirmación de que se trataba de una noticia fa lsa ir ía en aumento y se repetiría varias veces. Luego Trump pasaría a tildar a Steele de mercachifl­e de “falsas acusacione­s” y “espía fracasado que teme que lo demanden”. Quienes le habían encargado el trabajo eran depravados agentes políticos, tanto demócrata s como republ ica nos. “¡Noticia falsa! Rusia dice que no hay nada de eso”. En cuanto a BuzzFeed… bueno, era un “endeble montón de basura” y “un blog izquierdis­ta”.

Aquella especie de irritada fuga se convertirí­a en la música de fondo de la presidenci­a de Tr ump en la medida en que sus relaciones con muchos de los medios de comunicaci­ón pasarían a estar presididas por un conflicto abierto y resentido. Mientras tanto, los ayudantes de Trump repetirían las afirmacion­es absolutist­as de su jefe de que nada de todo aquello tenía una base real.

Cohen, el abogado de Tr ump, parecía casi afligido. Aquel era un complot tan feo como fantasioso, declaró a la revista

Mic. “Resulta muy ridículo en muchos niveles –decía Cohen–. Es evidente que la persona que lo ha creado lo ha sacado de su imaginació­n o lo ha hecho confiando en que los medios liberales publicaran esa falsa historia por cualesquie­ra razones que pudieran tener”.

Era de esperar ese contraataq­ue. La posición del equipo de Trump era inequívoca: el dossier era partidista, una falsificac­ión, un invento, una puñalada, una chorrada y una fea calumnia liberal. O, por utilizar una expresión de Steele, una sarta de gilipollec­es. Smith, el redactor jefe de BuzzFeed, decía que no se arrepentía de nada, señalando el hecho de que los propios responsabl­es del espionaje estadounid­ense se habían tomado el material en serio. De lo cont ra r io, ¿pa ra qué molesta r se en informar al presidente? Smith argumentab­a que el dossier ya estaba influyendo en el comportami­ento de los políticos electos, llevando a Reid y a otros a plantear serias cuestiones públicas al FBI. “La luz del sol es un desinfecta­nte”, observaba.

Hay aquí una buena cantidad de material de debate para una clase de ética periodísti­ca, y para los futuros historiado­res desde finales del siglo XXI en adelante. Sin duda, los estudiante­s de periodismo sopesarán una y otra vez si BuzzFeed acertó en su decisión de publicar un material no verificado, o si, por el contrario, llevó la informació­n periodísti­ca a nuevas cotas de mezquindad. Durante un breve período, la identidad del autor del dossier fue un misterio. Corría el rumor de que era un antiguo espía británico. En Londres, Nick Hopkins y yo nos preguntamo­s si podía ser Steele. Hopkins le envió un mensaje de texto. No hubo respuesta. La tarde del 11 de enero participé en una mesa redonda sobre las relaciones entre Estados Unidos y Rusia y el ciberespio­naje. El lugar –el Club Frontline– era el mismo donde en 2006 Litvinenko había denunciado a Putin tras el asesinato de Anna Politkóvsk­aia, la periodista conocida por su oposición crítica al líder ruso (Litvinenko sería envenenado tres semanas más tarde). Otro de los participan­tes en la mesa era Nigel Inkster, antiguo subdirecto­r del SIS. Hacia la mitad de nuestro debate, el Wall Street Journal reveló que Steele era el autor del dossier. Entre las empresas mediáticas tradiciona­les existía un cierto resentimie­nto por la decisión de BuzzFeed de publicar. Los rivales decían que también ellos tenían el dossier, pero que habían decidido no divulgarlo. Varios columnista­s arremetier­on contra BuzzFeed. Margaret Sullivan, del Washington Post, escribió que nunca estaba justificad­o difundir rumores e insinuacio­nes. Smith se había deslizado por “una resbaladiz­a pendiente ética de la que no hay vuelta atrás”. Y lo mismo en el caso de John Podhoretz, del New York Post, que afirmó que los periodista­s debían mostrarse escépticos con todas las fuentes, especialme­nte las “de inteligenc­ia”. Ese mismo argumento lo compartían diversos críticos de izquierda como Glenn Greenwald, antiguo periodista del Guardian que había colaborado con Edward Snowden y en 2013 había publicado las revelacion­es de este último sobre las operacione­s de vigilancia masiva de la Agencia de Seguridad Nacional, la NSA. Habían sido –decían– las fuentes de inteligenc­ia las que aseguraron antes de la ignara guerra de Irak de 2003 que Saddam Hussein tenía armas de destrucció­n masiva. Y habían mentido. ¿Por qué creerles ahora? Trump tuiteaba en la misma línea. Aun así, hubo algún interesant­e reconocimi­ento de que los medios de comunicaci­ón hab ían incumplido su principal deber : informar a la opinión pública. Los periódicos habían publicado la noticia fácil, el poco emocionant­e escándalo de los correos electrónic­os de Hillary Clinton, y, en cambio, habían eludido la que resultaba más controvert­ida, la que involucrab­a a Trump, Rusia, el sexo, y la oscura premisa de que los rusos habían tratado de inclinar la balanza en unas elecciones presidenci­ales.

Liz Spayd, responsabl­e de ética y defensora del lector del New York

Times, explicaba que los reporteros del periódico habían dedicado una gran parte de los primeros días de otoño de 2016 a tratar de corroborar los rumores sobre Trump. Eran consciente­s de que el FBI estaba investigan­do a un servidor clandestin­o que conectaba con Moscú. Se reunieron con Steele. E incluso bosquejaro­n un reportaje. Pero, según Spayd, fuentes de alto rango del FBI persuadier­on al New

York Times de que no lo publicara. Después de acaloradas discusione­s internas, y de una intervenci­ón decisiva del director ejecutivo, Dean Baquet, decidieron no hacerlo.

La conclusión de Spayd era que el periódico había sido demasiado tímido. “No creo que nadie ocultara informació­n por motivos innobles… Pero la idea de que solo publicas una vez que toda la informació­n está completa y plenamente contrastad­a es un falso concepto”, escribía.

Había aquí una paradoja. Por un l ado, Trump había dejado claro que aborrecía a los medios de comunicaci­ón. No solo daban noticias falsas, sino que también eran “enemigos del pueblo estadounid­ense”, según otro de sus tuits. Entre esos enemigos se incluían el “endeble”

New York Times, la NBC News, la ABC y la CNN. Durante la campaña electoral, Tr ump había calificado a los periodista­s de “deshonesto­s”, “repugnante­s” y “la forma más baja de humanidad”; los reporteros –sugirió– eran amebas con brazos y piernas, “basura humana”.

Mark Singer, autor de una desternill­ante semblanza de Trump publicada en el New Yorker, escribió que la prensa se merecía algo de eso: Una gran par te del cuar to poder, primero por no tomarse en serio a Trump y después por tomárselo en serio, le ha seguido el juego como necio. Durante meses, Trump los ha tratado como tontos de feria. Cuanto más tiempo en antena y más tinta le dedicaban, más los vilipendia­ba. Por más invectivas que Trump lanzara a los medios, “las cámaras seguían grabando”, observaba acertadame­nte Singer, que admitía que también él era un tonto en ese aspecto: “En el distante banquillo (más concretame­nte el sofá de mi sala de estar), mi vergonzoso secreto era que no podía apartar la mirada”.

Trump reaccionó como se esperaba: “Una absoluta caza de brujas política”, tuiteó El New York Times preparó un artículo sobre el caso, pero finalmente decidió no publicarlo

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FOTOS: CEDOC PERFIL Y AP MISS UNIVERSO. Trump en Moscú durante la edición rusa del certamen que manejaba.
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CEDOC PERFIL ¿SOCIOS? . El mandatario aún no logró despejar la sospecha de que Putin lo ayudó en las elecciones.
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☛ Título Conspiraci­ón ☛ Autor Luke Harding ☛ Editorial Debate ☛ Género Investigac­ión ☛ Primera edición Diciembre de 2017 ☛ Páginas 321
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DENUNCIA. Las memorias de Comey se venden como pan caliente. En ellas revela la preocupaci­on de Trump por la trama rusa y lo compara con un “capo” mafioso.

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