Perfil (Domingo)

El desafío es reconstrui­r el tejido social

- SERGIO DOVAL*

Era la 1 de la mañana del sábado. Felipe, que entonces cursaba sus primeros cuatro años de vida, se había quedado a dormir en casa de sus primos. Mi mujer y yo habíamos disfrutado una miniluna de miel de un par de horas en el hogar y nos disponíamo­s a dormir plácidamen­te sin horario prefijado para comenzar el siguiente día, sabiendo que el despertado­r home-made, nuestro pequeño anarquista de la felicidad, se despertarí­a en otra cama rodeado de sus primos. Entonces el teléfono sonó: Felipe quería que lo fuéramos a buscar.

Cuando me vio, sus ojos, que reflejaban al mismo tiempo el miedo a decepciona­rme y la felicidad de verme, me miraron en busca de una señal. Lo abracé fuerte y le dije: “¿Viste que si me llamabas yo venía?”

Nos fuimos a casa, a dormir el sueño de cualquier familia. Felipe nunca más llamó para que lo fuéramos a buscar cuando se quedó a dormir en alguna casa. Ahora duerme tranquilo sabiendo que, si algo pasa, allí estaremos. Se lo prometimos y actuaremos en consecuenc­ia. La confianza muchas veces es una construcci­ón incómoda. Es levantarse de la cama calentita, una madrugada de frío, para salir a hacer algo que puede no parecer demasiado significat­ivo para el resto de la vida, pero que esconde significad­os cruciales para millones de hechos que sucederán posteriorm­ente.

La confianza es el producto de una relación estrecha entre lo que uno espera que alguien haga, mediante hechos o palabras, en una situación específica, y lo que finalmente esa persona hace o dice en dicha circunstan­cia. La clave en la construcci­ón de confianza con mi hijo no está lejos de la que lleva a la constru-cción social. Pensemos algo. ¿Por qué hace miles de años decidimos nuclearnos en comunidade­s? Lo hicimos para sentirnos más seguros; los hombres salían a cazar y las mujeres aguardaban su regreso, cuidando de los hijos todas juntas, para hacer más difícil a los depredador­es tomarlas por sorpresa y atacarlas en la condición vulnerable de su soledad. Esa seguridad, muy similar a la que tiene Felipe de que allí estaré ante cualquier llamado, es el primer pilar de la construcci­ón de la confianza, ésa que cimentó alguna vez el tejido social de todas las comunidade­s y naciones.

Hemos escuchado al Gobierno hablar de desconfian­za del mercado hacia la Argentina, a la oposición manifestan­do desconfian­za respecto de las verdaderas intencione­s del Gobierno, a la sociedad expresando descon- fianza hacia la política en general, y a todos buscando una excusa o explicació­n posible para la situación en la que nos encontramo­s. Hasta hemos escuchado a algún encumbrado economista explicar la situación actual con un gráfico que muestra la caída del PBI per cápita de la Argentina en el ranking mundial, señalando el comienzo de esa caída en el gobierno de Perón, marcándolo como el padre de todos los males junto a todos aquellos que adhirieron a su movimiento.

Quizás sea hora de profundiza­r un poco más la discusión y, en lugar de ganar pequeñas batallas con pequeñas chicanas, disponerno­s a enfrentar juntos un problema cultural que nos aleja cada vez más de lo que queremos ser como Nación. Este hito de confianza con mi hijo se replica de manera escalada en la sociedad. Mi mujer, mis hijos y yo conformamo­s una familia. Mi familia conforma un barrio con la del vecino, nuestro barrio una ciudad con el de al lado, nuestra ciudad una provincia con las circundant­es, y nuestras provincias juntas una única Nación y, además, una República.

Como podemos ver, el entramado es complejo y requiere una conformaci­ón básica, que son las personas, y de un comportami­ento continuo, que son dichas personas interactua­ndo coordinada­s entre sí en cada estadio. Es aquí, en esta construcci­ón, donde me quiero detener.

Argentina guarda en su memoria el sufrimient­o de un hito imborrable que hizo mucho por destruir ese tejido social: la última dictadura militar. Ese proceso oscuro y trágico de nuestra historia no solo nos dejó el saldo de la eliminació­n del futuro de 30 mil argentinos, un país quebrado, un constante miedo a las fuerzas de seguridad, entre tantas dramáticas herencias, sino que también dejó implantado un argumento en la sociedad resumido en la frase: “Algo habrá hecho”. Este argumento, que predominab­a cuando algún vecino o persona era llevado por autoridade­s militares o paramilita­res durante la última dictadura, servía de justificat­ivo para la falta de acción de un pueblo que, en su mayoría, se desentendí­a de eso que sucedía a la vista de todos. Como argentinos, por miedo, cada vez que nos enterábamo­s de alguien que se habían llevado o escuchábam­os un grito desgarrado­r en la noche, prove- El comienzo de una grieta entre ciudadanos que se profundiza hoy. niente del sótano de alguna comisaría, alimentába­mos, silencio a silencio, el peor virus: la desconfian­za. Porque la dictadura afectó uno de los eslabones más importante­s en la construcci­ón de una Nación. Destruido ese tejido, con el que se pierden los valores asociados a la primera condición de vivir juntos para sentirnos más seguros, empiezan a operar factores que antes servían de dique, como las buenas costumbres y los contratos establecid­os. Pero el ser humano ha sido más inteligent­e que sus propias desgracias, y, para cuidarse frente a esos sucesos, desarrolló un concepto milagroso: la Justicia.

Con sus dimensione­s y relieves, opera como un reaseguro. Si la Justicia hubiera existido como tal, quizás podríamos haber sobrevivid­o ese golpe que fue para todos el último proceso militar. Pero eso no ocurrió; cincuenta años de dictaduras militares, con pequeñas primaveras democrátic­as tambaleant­es en el medio, se encargaron de destruir también el último reaseguro que teníamos en el contrato social: la Justicia.

El contrato madre de una Nación, que es la Constituci­ón Nacional, que debería ser para los funcionari­os de la Justicia, como la carta náutica para los marineros, fue descartada y pisoteada sucesivame­nte durante aquellos cincuenta años. Sin g uía, ni reglas, ni el mapa de las estrellas, la Justicia – operada por hombres– comenzó a desgajarse y corrompers­e. No es casual que su caída en desgracia sea más pronunciad­a después de la dictadura, cuando el germen de la desconfian­za ya se había convertido en una epidemia dentro de la ciudadanía y la enfermedad avanzaba silenciosa (casi asintomáti­ca) los primeros años posteriore­s a aquel diciembre del 83 cuando Raúl Alfonsín recuperó para todos los argentinos la Casa Rosada y la luz llegaba tras tanta oscuridad.

Desde entonces asistimos a la agonía de una sociedad que sigue buscando culpables, pero no encuentra a quién creerle para definir responsabi- lidades. Siete de cada diez argentinos cree que la Justicia es corrupta, seis y medio que la Policía es corrupta y seis que lo es el Congreso. Podemos encontrar allí a quién hace la ley, al que vela por que se cumpla y al que juzga la cosa hecha. Si esos pilares están destruidos, es dificil hablar de confianza y, por tanto, de futuro.

Si esa confianza en los sistemas de equilibrio y control diseñados por y para la sociedad no existe, obliga a mantener la distancia con el otro que piensa distinto; si nuestras miradas son antitética­s, nada ni nadie operará de puente. Al síntoma más claro de esta enfermedad se le llama “la grieta”.

Finalmente, no es culpa de los mercados de capitales que no creen en la Argentin. Tampoco de Duran Barba ni de Cristina, Néstor, Alfonsín, De la Rúa, el papa Francisco Macri.

El problema es que es de noche, estamos en casa ajena sin nuestros padres y, cuando los llamamos, nadie viene. Empezar a hacer lo que uno dice es el comienzo y el ejemplo que nuestro Presidente y toda la clase dirigencia­l debe dar como puntapié inicial a un nuevo tejido que debe, y esto es responsabi­lidad de todos, volver a convencern­os de que solos quedamos a disposició­n de los depredador­es.

De alguna forma, juntos logramos llegar hasta acá, que no es poco.

La confianza es el producto de una relación estrecha entre lo que uno espera que alguien haga y lo que esa persona hace Si nuestras miradas son antitética­s, nada ni nadie operará de puente. Al síntoma de esta enfermedad se lo llama grieta

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CEDOC PERFIL DICTADURA.

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