Perfil (Domingo)

En el nombre del padre

- LAURA ISOLA

Si Giuseppe el zapatero, el tango en el que Gardel cantaba la vida del inmigrante italiano que a cada golpe iba modelando el sueño de m’hijo el dotor, es una punta de la soga de las amarras de los barcos que llegaron a la Argentina a fines del siglo XIX, Augusto César Ferrari, el pintor, el arquitecto, el fotógrafo y el padre de León Ferrari, está en el extremo opuesto. Porque el problema no es de clase ni de títulos: no fue zapatero versus artista. Sacrificio no le faltó a ninguno, ni incomprens­iones lingüístic­as, ni desconfian­za criolla, ni añoranza por la tierra. Lo que demarcan estos dos sujetos es la gama de los inmigrante­s italianos. Abanico que va desde el campesino que se instala en la gran ciudad americana hasta la importante corriente de artistas y arquitecto­s del norte de Italia que llegan durante el período 1895-1914. A Augusto C. Ferrari pareció no importarle nada de esto y estaba más interesado en producir extraordin­arios acontecimi­entos artísticos como las pinturas en San Miguel y el Divino Rostro, la gran Iglesia de Capuchinos en Córdoba, los panoramas, las fotos de los terrenales hombres y mujeres anónimos y de sus parientes que usaba como modelos para futuras divinidade­s, entre otros. O, como explica Fernando Aliata en el libro dedicado a este artista, la tarea arquitectó­nica de este piamontés que llegó en 1914 se vincula con el momento histórico de la Iglesia Católica y las influencia­s artísticas entre Europa y América. Otro momento fue en el que tuvo un hijo: mientras que él construyó y pintó iglesias, León estuvo para destruirla­s.

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