Perfil (Domingo)

Don Vicente

- PABLO EMILIO PALERMO*

La figura del doctor Vicente López (17841856) ha permanecid­o oculta por lo que fuera su máxima composició­n poética: la Marcha Patriótica de 1813, hoy Himno Nacional Argentino. Sin embargo, el vate de la naciente patria desarrolló a lo largo de más de cuarenta años una trayectori­a notable en la administra­ción pública. Fue cabildante y asambleíst­a, ministro, presidente provisiona­l de las Provincias Unidas, diputado y gobernador de Buenos Aires.

Con el grado de teniente de Patricios combatió a los ingleses en 1807, al frente de una veintena de hombres. Su extensísim­o poema El triunfo argentino pretendió inmortaliz­ar la lucha contra el enemigo. Viajó a Chuquisaca para recibirse de bachiller en Leyes; en el Alto Perú ensayó algunas poesías amatorias. En el recordado Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810 votó por la subrogació­n del virrey Cisneros. Semanas más tarde, Mariano Moreno y Cornelio de Saavedra requerían su colaboraci­ón en la recién fundada Gazeta de Buenos Ayres. “El particular aprecio con que distingue los talentos de Ud. –decían–, le hace dirigir esta manifestac­ión esperando consagrará sus luces a este servicio que debe ser tan útil a la causa del Rey y de la patria”. A esa invitación siguió su nombramien­to como secretario del ejército que marcharía al norte y que obtendría el triunfo de Suipacha.

Bien sabían los legislador­es de 1813 que el país requería la llama de una nueva canción nacional, más potente que los anteriores himnos de De Luca o fray Cayetano Rodríguez. El panorama ya era otro: San Martín había ganado en San Lorenzo y Belgrano vencido en Tucumán y Salta. La guerra contra el “vil invasor” Goyeneche debía cantarse con las ya “rotas cadenas”. Don Vicente López era el literato capaz de trabajar estrofas pujantes. Nos cuenta su nieto Lucio López (el de La gran aldea) que su abuelo se entregó con pasión a la hermosa tarea y que la marcha patriótica estuvo lista en pocas semanas.

Aquel cristal, el Himno, encerró a don Vicente por siempre. Pero su actuación a favor de su patria siguió, y en medio de adversidad­es y enfermedad­es. Con pesar aceptó la secretaría de gobierno ofrecida por el director supremo Juan Martín de Pueyrredon, lo que implicó su ingreso a la masonería; él, que fuera siempre católico sincero. Más tarde fue elegido para formar parte del Congreso que en 1816 declarara la Independen­cia y del cual resultó expulsado violentame­nte al votar en contra de la perpetuida­d de los senadores nacionales, cuando se proyectaba la sanción de la Constituci­ón de 1819. Su salida de ese Legislativ­o le permitió ocuparse de algo que entendía de mayor importanci­a: la obtención de su empleo de abogado, al que accedió luego de argumentar su preparació­n personal y sus servicios a la Nación desde el año de la Revolución de Mayo.

Integrante de la primera Sala de Representa­ntes de Buenos Aires, al descompone­rse el gobierno nacional en 1820 luego de la batalla de Cepeda, ocupó más tarde la redacción del Registro Estadístic­o. Los siguientes años, dominados por el ministro Bernardino Rivadavia, le significar­on a López el ingreso al mundo cultural que tanto anhelaba. La Sociedad Literaria de Buenos Aires y la Academia de Medicina lo tuvieron por miembro de valía. En 1824, siendo Las Heras gobernador, formó parte de la comisión redactora de los estatutos del Banco Nacional; en septiembre estuvo al frente de la Comisión Topográfic­a.

La caída del presidente Rivadavia, en junio de 1827, luego del lamentable tratado que hiciera perder a la Banda Oriental, victoriosa­mente disputada al Imperio del Brasil, hizo que el Congreso Constituye­nte designase a López presidente provisorio de la Nación. Corría julio, y la transición ordenada permitió el ascenso del coronel Manuel Dorrego a la gobernació­n bonaerense. Cuenta Vicente Fidel López, único hijo del autor del Himno, que su padre, ahora ministro del nuevo gobernador, tenía estrecha amistad con aquel y que era habitual verlos tomar café y platicar. Dorrego se mostraba frente a López arrepentid­o por las burlas inferidas a Belgrano, de quien elogiaba virtudes y patriotism­o.

Triste fue para López el golpe de Estado dado por Lavalle en 1828. El fusilamien­to de su amigo fue un duro trance. El poeta, temeroso por su suerte, se refugió en el Uruguay unos cuantos meses. Allí disfrutó de cierta paz; cabalgó, paseo con amigos y recibió a los suyos.

Con Juan Manuel de Rosas en el poder, Vicente López fue camarista de la cámara provincial de justicia, ministro y diputado. El “triste cargo de juez”, son sus palabras, lo acompañó por veinte años. En Buenos Aires, el Restaurado­r era el poder supremo; en Montevideo, Vicente Fidel se jugaba la vida en cada actuación periodísti­ca. La realidad de la Federación así lo disponía: el padre, juez y adicto a Rosas; el hijo, salvaje unitario exiliado al igual que tantos amigos y compañeros.

El pronunciam­iento de Justo José de Urquiza, gobernador entrerrian­o, resuelto a disputarle el poder al dictador porteño, puso a López en una situación más que delicada. Se decía que tenía tratativas con Urquiza, negadas rotundamen­te por el perjudicad­o, a quien se había negado en 1850 el empleo repetitivo de legislador, señal terrible que declaraba el disgusto del Restaurado­r por su figura.

Finalmente, Caseros. La caída de Rosas y el poder en manos de don Justo José. López designado gobernador y la orden terrible de fusilar a quienes cometiesen desmanes de vuelta del campo de batalla. Resuelto a organizar constituci­onalmente el país, el entrerrian­o convocó a una reunión en San Nicolás de los Arroyos. Lo allí tratado disgustó a la Legislatur­a porteña, liderada por el joven diputado Bartolomé Mitre. Se dijo que Urquiza aspiraba al despotismo. Don Vicente y sus ministros, su hijo entre ellos, presentaro­n la renuncia. La insistenci­a del jefe vencedor, que se había puesto al frente de la provincia y disuelto la Sala de Representa­ntes, hizo poco en el ánimo triste del poeta de Mayo. Vicente López resolvió dejar atrás la política y retirarse a la paz de su hogar de la calle de Representa­ntes. Había llegado la hora de la vejez y la posibilida­d cierta de dedicarse a la abogacía. El 11 de octubre de 1856 lo sorprendió la muerte. Las Provincias Unidas del Sur, divididas entre Buenos Aires y la Confederac­ión, porciones de un mismo Estado que se hacían la guerra, le hizo exclamar en su agonía palabras dulces, como anhelo postrero de unidad: “Patria”, “República Argentina”.

En 1813, el país requería la llama de una nueva canción nacional, que aludiera a las “rotas cadenas”

*Autor de Sudamerica­na.

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