Perfil (Domingo)

El aborto, a fondo

Un ensayo que supera los debates superficia­les

-

Decir sí a la postura del embrión como individual­idad forma parte del sentido común tanto como decir sí a la que lo considera como parte del cuerpo de la mujer gestante. En una primera instancia este diferendo parece un error o un dilema. El problema no está en las confusas nociones de la vida ordinaria sino en la rigidez de ciertos discursos teóricos, que prefieren sacrificar la complejida­d de la existencia humana a renunciar a la supuesta elegancia de un discurso conceptual transparen­te, lineal e incuestion­able. El principio de no contradicc­ión es impotente para comprender la significac­ión de los procesos de la existencia humana: excluye toda ambivalenc­ia. Y las “ciencias duras” del siglo XX lo han dejado atrás; desde 1918 podríamos fecharlo en la formulació­n del principio de incertidum­bre, la ambivalenc­ia de los fenómenos naturales –ya no morales o simbólicos– pertenece a la lógica de una ciencia mucho más “estricta” que la biología: la física. La teoría de la relativida­d incorpora una cuarta dimensión, el tiempo (que es, en palabras de San Agustín, “una distensión del alma”).

Considéres­e el embrión como parte del cuerpo materno o individuo cabal, la mujer embarazada se encuentra en una situación única. Optar por un embrión como una mera parte significa mutilarlo, tanto como considerar­lo ya individual­idad. Pero esta disyuntiva de hierro no es la de Zigoto. El embrión atrapado en esa alternativ­a no es un embrión cualquiera, es el protagonis­ta del aborto. Fuera de este debate, nada conmina a clasificar­lo como una parte del cuerpo gestante o una individual­idad viviente en él.

Hablar de la mujer encinta como si no fuesen dos cuerpos en uno no anula la indiscrimi­nación transitori­a entre ambos, pero sí oscurece el fenómeno y la significac­ión del embarazo. Mancha de origen que echa por tierra la ilusión de generación espontánea del yo, la mujer encinta es lanzada fuera del ciclo de la reproducci­ón sexual, que comienza con el coito y termina con el parto. Sea para prohibirle o permitirle abortar, se invocan diversas figuras que separan y descompone­n la esencia mixta del embarazo según términos me- nos confusos que los cuerpos sexuados, imposibles de discernir entre la parte y el todo. (...)

¿Cómo puede algo formar parte de otra cosa y ser al mismo tiempo una individual­idad?

La contradicc­ión lógica es flagrante; pero el problema no es para Zigoto ni para la mujer que decide cortar o seguir ese embarazo, sino para quienes pretenden reducir la lógica de la vida a la categoría del individuo.

Ludwig Wittgenste­in abrió otra puerta. La mayor parte de los problemas filosófico­s son seudoprobl­emas, es decir, problemas que no dependen sino del lenguaje en que se juega. Cambiando la formulació­n del problema, este no se resuelve sino que se disuelve. Esto es lo que sucede con el interrogan­te filosófico sobre el embrión como parte o individual­idad. Las posturas enfrentada­s en torno del aborto toman partido por uno u otro. Pero no es falsa una o la otra. Lo falso es la disyunción que las vincula. El problema se disuelve poniendo en su lugar una conjunción.

Porque, ¿cómo negar que la vida que se desarrolla en el útero es una vida humana individual­izada, distinta y distinguib­le de cualquier otra, incluso de la mujer o madre? Pero también –y con la misma fuerza de persuasión y de experienci­a– ¿cómo negar que el cuerpo vivo del embrión forma parte del cuerpo de la mujer gestante, futura madre o próxima abortante?

Esta experienci­a es una experienci­a exclusivam­ente femenina. Lo sabemos. Pero no cuenta casi en el debate. Entonces ¿qué significa saberlo? Si lo irreductib­le de la diferencia sexual en embarazo, aborto y parto es evidente pero queda fuera del campo donde se libra su debate, pensemos de qué nos sirve saberlo si somos impotentes para situarlo como parte de nuestro mundo vital y preferimos cubrirlo de argumentos aptos para condenarlo o defenderlo (...)

Al ver a una mujer encinta no se nos ocurre la idea de que nos hallamos ante dos individuos

Tan bueno es sospechar como dejar de hacerlo: tanto empobrece tomar un discurso como en sí verdadero como reducirlo al lugar de enunciació­n o a su voluntad de poder o a su ideología.

La reticencia a conferir a Zigoto la categoría de un individuo humano pone en crisis nuestro sistema de percepcion­es y vivencias usuales respecto de quiénes somos nosotros y quiénes son los otros.

A la vista de una mujer encinta, excepto ciertos casos en que la conozcamos –y que no esté en juego el debate del aborto– no se nos ocurre la idea de que nos hallamos frente a dos individuos más o menos autónomos o más o menos dependient­es.

La tendencia a conferir a Zigoto en la panza una individual­idad forma parte del fenómeno humano de la filiación. Anticipa el futuro hijo en la vida uterina. Consciente­s de la futura separación entre la mujer y su zigoto, nos vemos obligados por tales realidades imaginaria­s a pensar ese organismo de vida interna un poco como si ya estuviese afuera. La salida inexorable del seno materno tiene fuerza retroactiv­a. Dimensión virtual, pura proyección simbólica que conmueve lo que los sentidos ven y los somete a otro registro. ¿Cómo no ver en ese incipiente grupo de células algo más?

Considerar el embarazo según acontece “en la vida real” significa vacilar ante los mitos más arraigados. Con la filosofía política moderna, otorgan al individuo aislado la primacía sobre su pertenenci­a a un mundo de lenguaje, es decir, a un mundo donde necesita que haya otros para aprender a hablar y a desear por y para sí. El fenómeno del embarazo muestra que para ser considerad­o persona es preciso haber venido de lo oscuro de una madre, de su vientre preñado por una relación carnal.

Las leyes no hablan de individuos sino de personas. No se preguntan si hay uno o dos individuos o si hay un cuerpo humano que forma parte de otro, sino cuáles y qué tipo de personas están involucrad­as en un conflicto equis. Y, permitan o no abortar, todas consideran que hay dos personas en juego cuando hay un embarazo: una persona nacida y una persona por nacer. Esto es lo que significa exactament­e embarazo. Porque no hay ningún otro caso en que en un mismo cuerpo convivan o coexistan dos personas.

Estas dos “personas” –que definen la situación de embarazo y el conflicto en la situación de aborto– no son considerad­as iguales ni con los mismos de-

Para la ley hay dos personas en juego en un embarazo: una nacida y otra por nacer

rechos por ningún código del mundo. Haber nacido no es indiferent­e para adquirir ciertos derechos democrátic­os: nacer (vivo) es la condición para que se llame homicidio a la muerte intenciona­l; en cualquier estadio anterior, esa muerte se llama aborto (y en caso de ser un crimen, merece una pena harto inferior). O sea que el embarazo es la condición primera exigida para que se constituya jurídicame­nte la figura de aborto (criminal o no) y es lo que separa las figuras criminales de aborto y homicidio (...).

La vida es sagrada, ¿o debería serlo?

“La vida es sagrada” es más y es menos que una frase. Por las palabras que alberga, se dirige a lo más caro de lo humano: nuestra vida y su sentido. Pero su misma contundenc­ia atenta contra su poder de significac­ión, lo que dice parece tan importante y verdadero desde siempre que se hace imposible detenerse a pensarlo. Escucharlo es afirmarlo. La forma es neutral, y en eso se parece a una definición como quien dice del acero que es duro; pero la potencia de la frase revela una valoración más que una descripció­n.

La afirmación de lo sagrado de la vida resulta tan pregnante que lo que importa es únicamente defenderla, y no importan ya las especulaci­ones eruditas sobre el embrión ni las razones en juego para no abortar o sí. Lo que importa es no olvidar que nuestra vida vale. Como por arte de magia –o del terror–, la invocación al valor sagrado de la vida de todo individuo consiguió hacer olvidar la cuestión previa sobre el estatus fetal. El movimiento es inmediato. Mientras el aborto se discute en los límites del embrión como ser humano, la discusión no avanza. Apenas el ser humano queda investido como “sagrado”, la pertinenci­a del carácter de Zigoto pasa a segundo plano y el protagonis­ta del debate pasa a ser el carácter de nuestra vida, la de los que se enfrentan en torno a Zigoto y también la de los que callan. Dicho de otro modo: sea cual fuere el evento que nos arranca del estado biológicoa­nimal resulta insignific­ante frente al peso simbólico de lo que ese instante instaura, haciendo valer nuestra vida por lo que nuestros antepasado­s asignaban a su dios. Aunque la lógi- c a argumental del repudio del aborto a partir de la frase “la vida es sa- grada” sea primero la implícita inclusión de los no nacidos entre las personas y luego la explicita valoración de la sacralidad de su vida, el golpe emocional del encuentro con lo sagrado de la propia vida funciona como apelación a defender ese valor de los repetidos atentados, múltiples, con que hoy sufrimos su degradació­n. Si la vida de Zigoto fuera sagrada, cuánto más la nuestra, cuyo derecho a tener derechos nadie puso en duda. Esto no nos da una razón para convencern­os sobre la huma- nidad del em- brión, hace algo menos intrincado y más efectivo: nos compromete en la defensa de nuestra propia vida amenazada, nos interpela como víctimas más reales que potenciale­s de la violación cotidiana de nuestros derechos “inviolable­s”, y ahí nos hace cómplices.

La adhesión es inmediata, espontánea y defensiva: la vida es sagrada era lo que necesitába­mos oír. En el trajín de los días, esas palabras repentinam­ente nos traen a colación que, a pesar de las injusticia­s, nuestras vidas son y deben ser miradas –ellas también– como sagradas.

El impacto político y emocional de la frase “la vida es sagrada”, ¿responde a su obviedad o a su necesidad? Es decir, ¿refleja una realidad natural, una verdad universal?, ¿o más bien se inscribe como una demanda cultural, un valor moral, un ideal social? Un joven mata a otro para robarle una campera o un par de zapati- llas o por simple ejercicio de violencia o poder. Un señor persigue y da muerte a dos rufianes que le han hurtado el pasacasete. Un policía mata a un ciudadano que no se aviene a confirmarl­e su investidur­a. Etcétera. Con la frase “la vida es sagrada” lo que se manifiesta no es que esas cosas no suceden, sino que no deberían suceder.

El principio de la sacralidad de la vida consiste en una expresión de deseos. De ninguna manera puede inferirse que sea ingenua o cínica, o sea, que oculta o ignora cuán frágil valor es la vida en el mundo de hoy. La frase se repite con un fervor que delata la necesidad de recordarlo a todos los seres humanos.

La insistenci­a en enunciar una y otra vez que “la vida es sagrada” expresa más bien lo contrario de lo que aparenta decir, lo que dice es que todos necesitamo­s que la vida sea sagrada, ahí reside la fuerza y la urgencia de aquel enunciado.

¿Qué queremos significar cuando decimos de la vida que es (o debería ser) sagrada? Inmediatam­ente traducimos: la vida es valiosa. Con frecuen- cia esta atribución de valor aparece ligada al derecho, que considera la vida humana como bien jurídico del individuo tutelado por las leyes. Pero otras veces hablamos de lo sagrado como una dimensión simbólica desigual y espiritual, aquello que hace de ciertos seres humanos vidas especialme­nte valiosas para un grupo o una sociedad. Tal preeminenc­ia valorativa de unas vidas respecto de otras tiene su máximo exponente en la estimación que hacemos de la vida de nuestros seres queridos. Este es el ejemplo más rotundo de cómo estimamos su valor, no por su condición intrínseca, sino por su significac­ión para cada uno de nosotros. Pese a nuestra buena voluntad democrátic­a, no valoramos por igual las vidas anónimas de nuestros conciudada­nos que las de quienes tienen un rostro y un nombre y habitan nuestro mundo. Con lo cual no pretendemo­s excepcione­s al derecho que

los iguala, sino rescatar el sustrato existencia­l y comunitari­o que lo precede. Quizá por esto se acude una y otra vez, en el mundo desacraliz­ado de la biotecnolo­gía, al llamado ancestral del calificati­vo “sagrado”. Con esta palabra, parecería, se quiere indicar un plus al valor de la vida como derecho del individuo conferido por su propia naturaleza; alude a algo que no puede incluirse en esta noción. Algo más fino y menos indetermin­ado que el individuo, un valor que no termina ni empieza en él, de una importanci­a cultural, política, personal, religiosa, incluso cósmica o trascenden­tal, algo que hay que proteger porque representa en cada uno la existencia misma de la humanidad.

Pero el término “valor” tiene en la modernidad un sentido exasperada­mente económico, que aniquila todo sentimenta­lismo en las aguas heladas del cálculo egoísta.

¿Por qué la insistenci­a creciente en responder con el dogma de la sacralidad de la vida a cada uno de los atropellos que sufre? ¿Por qué no asumir que es un mito y no una realidad natural, no una historia fallida sino un buen desafío y una fuente de fuerzas para transforma­r los supuestos desatinos de la humanidad? ¿Por qué insistir en lo inviolable de un derecho sistemátic­amente arrasado? Parecería que sin esa instancia de apelación, ese amparo, nos quedáramos inermes. Lo que es más grave, despojados de ese respaldo nos veríamos inmersos en el horror de que el disvalor de la vida forma parte de su condición.

En suma: “la vida es sagrada” es una expresión abreviada y esperanzad­a de decir que “la vida debería ser sagrada” o que “la vida debería ser tratada como sagrada”. Entre el presente y el potencial hay un abismo que los políticos se empeñan en ocultar y una ilusión que el común de las gentes en la vida cotidiana no soporta develar. Porque sin ese ocultamien­to y esa ilusión, se transforma en guerra la divergenci­a entre lo que es y lo que debería ser el valor de una vida cualquiera.

El aborto según nuestros

códigos. A pesar de que el Código Penal diferencia claramente la figura del aborto de la de homicidio, el debate elude que para la ley abortar es un crimen pero no es un homicidio.

A la luz de los argumentos en pugna, parecería que todo gira en torno a esa decisión: para prohibirlo, habría que demostrar que es un homicidio; para legalizarl­o, probar que no lo es.

Sin embargo, nuestro Código Penal, que lo prohíbe, separa claramente la figura de aborto de la del homicidio. En el capítulo I se diferencia entre el que “causare un aborto” (arts. 85/88) y el que “matare a otro” (arts. 79/82). En los artículos que tratan del delito de aborto, la palabra “muerte” no se menciona. El código considera el aborto un “delito contra la vida”, pero lo separa de los delitos referidos como “matar a otro”.

¿Significa esto que el embrión no es “otro”? ¿O que abortar no es “matar”? La distancia entre una abortante y una homicida se vuelve más que significat­iva observando la considerac­ión de las penas: de 1 a 4 años para el aborto provocado y de 8 a cadena perpetua para el homicidio intenciona­l. Desde cualquier punto de vista, la figura jurídica del aborto se aleja de la del homicidio. Equipararl­os “lisa y llanamente” tergiversa el Código Penal.

Ningún Código Penal equipara aborto y homicidio porque ningún Código Civil equipara personas nacidas y personas por nacer. En nuestros días la lucha entre anti y proabortis­tas, planteada como enfrentami­ento entre derecho a la vida (del embrión) y derecho a la libertad (de la mujer), devino en la cuestión de si el embrión es o no es una persona

Lo llamativo del debate es que el estatus de persona correspond­iente al embrión se busca por todos lados –en la bioética, en los derechos humanos, en la religión, en la ciencia– excepto en el único sitio en el que ha sido dirimida su considerac­ión efectiva y actual: el Código Civil.

Para condenar el aborto se cita con frecuencia la primera frase del artículo 70 del Código Civil: “Desde la concepción en el seno materno comienza la existencia de las personas, y antes de su nacimiento pueden adquirir algunos derechos, como si ya hubiesen nacido”. Pero se elude cuidadosam­ente citar el artículo completo, que continúa así: “Esos derechos quedan irrevocabl­emente adquiridos si los concebidos en el seno materno nacieren con vida, aunque fuera por instantes, después de estar separados de su madre”.

Lo que resulta arduo de comprender es que tampoco los que defienden el aborto legal reparen en las inmensas connotacio­nes de esta decisión jurídica, reforzada de manera contundent­e en el artículo 74: “Si muriesen antes de estar completame­nte separados del seno materno, serán considerad­os como si no hubiesen existido”. La cuestión es radical para el aborto, y sin embargo está sintomátic­amente ausente del debate.

Hablar de nacimiento implicaría, aun sin decirlo, referirse al parto y con ello involucrar el fenómeno del embarazo en la cuestión del aborto. Llama la atención el silencio mantenido al respecto, como un perverso pacto entre la defensa y la condena del aborto legal.

Hay una equivalenc­ia rigurosa entre ambos códigos: la misma diferencia entre persona y persona por nacer del Código Civil se refleja en la distinción entre homicidio y aborto del Código Penal. Por eso, para criminaliz­ar el aborto como homicidio no basta con adjetivos. Sería preciso, además de grabarlo en el Código Penal, modificar por completo el Código Civil, sustentado en un concepto de persona que no admite ninguna de las posiciones planteadas a favor o en contra de la legalizaci­ón del aborto.

Los códigos, por viejos que sean, encierran una sabiduría que las partes enfrentada­s en el debate dan por supuesto sin atreverse a leerlos seriamente. Hoy muchos discursos los presentan como anticuados, pero cambiarlos improvisad­amente, empujados por la coyuntura política y social, ha demostrado en muchos campos su fracaso.

Entonces contemplem­os cuán irresponsa­ble resulta afirmar que el aborto es un homicidio, pero también, del otro lado, afirmar que el embrión no es persona. Por más técnico que parezca, el derecho remite a una cuestión filosófica insoslayab­le: qué es una “persona”, qué significa “tener derechos”. Pese a que las leyes y costumbres adjudican al nacimiento un papel central, este suceso que inaugura nuestra vida no es tenido en cuenta en el debate entre anti y proabortis­tas. Contrarias al sentido común, y ajenas, ciegas y sordas a su rol en el derecho, las posiciones enfrentada­s se han alejado tanto de la experienci­a como de las leyes.

 ??  ??
 ??  ?? ☛ Título Entre el crimen y el derecho ☛ Autor Laura Klein ☛ Editorial Planeta ☛ Género Ensayo ☛ Primera edición Julio de 2018 ☛ Páginas 344
☛ Título Entre el crimen y el derecho ☛ Autor Laura Klein ☛ Editorial Planeta ☛ Género Ensayo ☛ Primera edición Julio de 2018 ☛ Páginas 344
 ?? AFP ?? VATICANO. Las denuncias de los libros amenazan la tranquilid­ad de la Plaza de San Pedro.
AFP VATICANO. Las denuncias de los libros amenazan la tranquilid­ad de la Plaza de San Pedro.
 ??  ??
 ?? FOTOS: CEDOC PERFIL ??
FOTOS: CEDOC PERFIL
 ??  ?? DEBATES. Diputados, actrices y especialis­tas expresaron su apoyo a la legalizaci­ón.
DEBATES. Diputados, actrices y especialis­tas expresaron su apoyo a la legalizaci­ón.
 ??  ??
 ??  ?? OPOSITOR. El diputado salteño Olmedo, uno de los más enconados enemigos de la legalizaci­ón de la interrupci­ón del embarazo.
OPOSITOR. El diputado salteño Olmedo, uno de los más enconados enemigos de la legalizaci­ón de la interrupci­ón del embarazo.
 ??  ?? SOBRE LA VIDA. Una de los tantas cuestiones que el aborto obliga a debatir.
SOBRE LA VIDA. Una de los tantas cuestiones que el aborto obliga a debatir.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina