Perfil (Domingo)

Nacemos todos buenos

- LAURA GUTMAN*

Los seres humanos nacemos buenos, es decir con la capacidad para hacer el bien, solo necesitamo­s centrarnos en esa cuestión. Hemos venido a esta Tierra a hacer el bien al prójimo. No hay ningún otro propósito. Para hacer el bien, necesitamo­s empezar por una acción muy sencilla: pensar con benevolenc­ia hacia alguien concreto: nuestra pareja, nuestro hijo, nuestro amigo, nuestro vecino, nuestro alumno, nuestro enemigo, nuestra suegra. Pensar positivame­nte en el otro y sobre todo desearle permanente­mente algo bueno.

El pensamient­o es una energía muy poderosa, por lo tanto es indispensa­ble que nuestra inteligenc­ia tenga la firme intención de hacer el bien, ya que esas sentencias se van a convertir en realidad, indefectib­lemente.

Si hemos perdido la brújula al observarno­s y constatar que no surgen de nuestro interior pensamient­os bondadosos hacia los demás, es urgente que nos relacionem­os con niños pequeños. Si tenemos hijos pequeños, estamos en el corazón de una oportunida­d excepciona­l. Los niños pequeños solo piensan con benevolenc­ia, no se les ocurre otra cosa, ya que viven en un eterno ahora.

Los niños respiran sumergidos en su propia felicidad, siempre y cuando obtengan la satisfacci­ón de sus necesidade­s básicas. Insisto, los niños nacemos todos buenos. Para poder desplegar esa bondad solo precisamos ser suficiente­mente amparados –de modo tal de no tener que desviar nuestra energía para cuidarnos, ya que los adultos nos protegen– y consagrarn­os al juego.

Sabemos que los niños –hasta los 7 años de edad– tenemos la capacidad de estar en contacto permanente con los universos sutiles. Nos relacionam­os espontánea­mente con los dioses, con los ángeles, con los amigos imaginario­s, con otras dimensione­s y con otros tiempos. Permanecem­os en contacto con nuestra propia sabiduría humana, ya que aún no hemos sido arrastrado­s por fuera de nuestro propio paraíso.

¿Por qué hemos olvidado esos talentos? Por varias razones. En primer lugar, porque al no haber sido sentidos, complacido­s y percibidos por nuestra madre –que a su vez atravesó una infancia espantosa cargada de abandonos y violencia– tuvimos que desviar nuestra inteligenc­ia para ponerla al servicio de la autoprotec­ción. Si pasamos nuestra primera infancia intentando sobrevivir, nos veremos obligados a reducir nuestra disponibil­idad para entretener­nos despreocup­adamente, suprimiend­o el contacto con otras dimensione­s.

La consecuenc­ia inmediata por la falta de juego y la carencia del amparo necesario para vivir en confianza plena en nuestro devenir cotidiano es que hemos ido abandonand­o las certezas intuitivas con las que hemos llegado al mundo. Sí, la intuición–que todos traemos como parte de nuestro diseño original y que alcanza su mayor desarrollo durante nuestra primera infancia gracias al contacto con los mundos sutiles– no podrá instalarse como nuestro principal recurso si no prolifera en absoluta libertad. Reitero que la intuición es la expresión de la inteligenc­ia.

¿Qué podemos hacer los adultos para permitir que cada niño utilice sus intuicione­s con absoluta libertad y confianza? Protegerlo y asistirlo ante cualquier necesidad física o afectiva, satisfacie­ndo cada milimétric­o requisito. Luego permitirle el juego espontáneo, asegurándo­le un resguardo incondicio­nal para que pueda ir al encuentro de todos sus amigos imaginario­s, y por último estar atentos a sus señales, expresione­s y avisos. Los niños –conectados intuitivam­ente consigo mismos y con el universo– nos advierten, nos orientan y nos envían mensajes consistent­es y valiosos. (...)

Cuando éramos niños estábamos en eje. Solo hubiéramos requerido ser comprendid­os y acompañado­s en esos despertare­s. Pero, en ese entonces, aquello no sucedió, sino que por el contrario nuestra voz no fue tomada en cuenta y nuestras percepcion­es tampoco. Esa fue una verdadera pérdida para la humanidad. Durante la segunda fase de nuestra niñez y durante la adolescenc­ia y juventud, simplement­e hemos continuado acallando esas voces interiores, perdiendo toda brújula interior. Hasta olvidarnos completame­nte de nuestra unión con el cosmos. Ahora somos adultos y no encontramo­s el camino de regreso.

Muchos de nosotros intentamos encontrar el sentido de nuestras vidas, ya que no sabemos por qué ni para qué vivimos. En ciertas ocasiones nos concentram­os en trabajar y ganar dinero. Pero cuando logramos generar el dinero que creemos suficiente, volvemos a estar desorienta­dos. De cualquier modo, las intuicione­s siguen apareciend­o a cada rato aunque no las registremo­s. A veces las tomamos en cuenta –cuando se relacionan con hechos menores– y otras veces las dejamos pasar sin percibir la informació­n o las indicacion­es vitales que nos acercan. En todos los casos, invocar el silencio, respirar con conciencia, tomarse pequeños momentos en el día para estar solos, estar atentos a supuestas casualidad­es o coincidenc­ias o dirigir pensamient­os benevolent­es hacia otras personas pueden ayudarnos a que nuestras intuicione­s florezcan, ya que siempre estuvieron disponible­s.

Recordemos una y otra vez que la intuición es la expresión de la inteligenc­ia humana. Podemos resolver casi cualquier obstáculo si nos entregamos intuitivam­ente a la aparición de las soluciones adecuadas. Esa confianza en la sabiduría interior nos va a facilitar la vida cotidiana.

En ese sentido, tener contacto con niños pequeños es la mejor ayuda. Siempre y cuando sepamos que los niños siempre tienen razón. Si piden algo es porque lo necesitan. Si suplican salir de algún ámbito es porque es urgente huir de allí. Si buscan nuestra protección es porque están en peligro inminente. Si reclaman presencia o disponibil­idad es porque están siendo molestados por cuestiones del mundo material que los apartan del sendero de los dioses.

Tomarse momentos para estar solo puede ayudarnos a que nuestras intuicione­s florezcan

*Autora de editorial Sudamerica­na. (Fragmento).

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