Un clásico mesurado con traducción equilibrada
Hamlet está loco? ¿El fantasma de su padre es real o una alucinación? ¿Qué motivó a Claudio a cometer regicidio: codicia, amor por la reina Gertrudis, sadismo contra Hamlet? ¿Cuál es el verdadero vínculo entre Claudio y Hamlet? ¿Qué hay entre Gertrudis y Hamlet, además de amor filial? ¿Qué se profesan Ofelia y Hamlet? “Words, words, words”, dice uno de los recordados versos de Shakespeare en la tragedia del príncipe de Dinamarca, en la que hay, sobre todo, preguntas, preguntas y más preguntas. La versión de Patricio Orozco logra mantenerlas. El director, uno de los mayores conocedores de Shakespeare de la Argentina, asume que la obra cuestiona los vínculos humanos, es decir, relaciones atravesadas por el poder, sin sermonear, sin arribar a conclusiones radicales. Se trata de la posibilidad de plantear interrogantes. ¿Qué es el ser humano? ¿Qué, el amor? ¿Qué, el odio? Y acaso, por encima de todo, ¿qué es el teatro y qué relación tiene con la vida?
Este Hamlet, de tres horas de duración, elimina escasas zonas del texto; es minucioso, demorado, propicio para una platea exquisita, que conoce la obra y quiere conocerla aún más, descubrir nuevos enigmas. La traducción es equilibrada: no pretende una recons- trucción de época ni tampoco se hace eco del argot contemporáneo. La escenografía y el vestuario no buscan una mímesis de lo que pudieran ser espacios y trajes de la Dinamarca medieval, ni su versión escénica isabelina; tampoco se trasladan al presente del espectador. Los elementos son simbólicos, abstracciones. Los trajes lucen una elegancia que escapa a un período preciso. El escenario tiene un piso que es una suerte de espejo deformante –¿metáfora del teatro?– y tres muros con forma de coronas que parecen estar en franco deterioro. Las primeras escenas, durante la guardia nocturna, se realizan, con gran provecho, en la parrilla de luces, por encima del público.
El resto es actuación. Sostenida, mesurada, pareja, sin baches. Alberto Ajaka, particularmente formidable, atraviesa los múltiples estados del protagonista: desazón, sorpresa, depresión, exaltación, furia, cavilación. Por su parte, Antonio Grimau confirma su talla de gran actor, después de su lucimiento en El avaro de Molière, y compone un Claudio político, que sabe esconder sus mentiras. Paloma Contreras, la desdichada Ofelia, vive la tensión entre sus propios deseos y las presiones y los vaivenes ajenos. Y Leonor Benedetto es aquí menos que una reina, una mujer que, como par de la joven ahogada, sufre ante sus contradictorios sentimientos.