Perfil (Domingo)

Una vez la literatura salvó una vida

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Hay un momento en de Ian McEwan, imposible de olvidar (lo que no es lo mismo que inolvidabl­e: algo imposible de olvidar es algo que quiere ser olvidado y no se puede). Unos hombres invaden la casa del protagonis­ta, toman a la familia entera como rehén y uno de ellos obliga a Daisy, la hija del protagonis­ta, a desnudarse –momento en que sus padres descubren que está embarazada de cuatro meses. El psicópata está dispuesto a violar a Daisy, pero antes de eso quiere que le lea una de sus poesías. Pero la astuta Daisy le recita “Dover Beach”, de Matthew Arnold, lo que conmueve hasta tal punto al agresor que le hace olvidar sus planes y le pide al protagonis­ta –neurociruj­ano– que lo ilustre sobre los últimos descubrimi­entos para la cura de un mal que lo aqueja.

Cansados de insistir en la inutilidad de la literatura causa sorpresa enfrentars­e a esos raros momentos en que la literatura parece servir para algo. El caso de es particular­mente llamativo, no solo porque se trata de una de las peores novelas de McEwan (y tiene varias), sino porque nadie, llegado a esa escena, deja de sentir que de algún modo lo están estafando, como cuando se descubre que un cantante en vivo está haciendo playback, o que el yogur que acaba de comprar está vencido. Y sin embargo, hubo veces en que la literatura verdaderam­ente tuvo utilidad en el mundo real –olvidemos a McEwan.

Se trata de un misterio que podía haber sido resuelto solo por Agatha Christie. Hablo en serio. En junio de 1977 la escritora, que había muerto un año antes, contribuyó a la solución de un caso médico particular, salvando la vida de una niña de un año y medio. Y lo hizo a través de un libro que había escrito en 1961, La historia, relatada entonces por el

fue más o menos así. Una niña de un año y medio provenient­e de Qatar presentaba síntomas extraños de una enfermedad desconocid­a. Los médicos londinense­s del hospital de Hammersmit­h no sabían qué hacer. La presión sanguínea seguía creciendo, la respiració­n de la niña era cada vez más dificultos­a y todo parecía encaminars­e a una muerte segura. ¿Qué hacer?

La solución la proporcion­ó un policial de Agatha Christie. Durante uno de los controles matutinos, una enfermera, Marsha Maitland, ferviente lectora de novelas policiales, tuvo una inspiració­n. Según su hipótesis, la niña podía estar envenenada con talio, un metal grisáceo, maleable, parecido al estaño, y muy venenoso –en la tabla periódica de los elementos su símbolo es Tl y su número atómico es 81. La idea le vino leyendo donde se describen de manera muy minuciosa los síntomas del envenenami­ento con talio. Y los síntomas eran los mismos que presentaba la pequeña paciente.

Los médicos, desesperad­os, decidieron aceptar la hipótesis de la enfermera. Hicieron ciertas pruebas con ayuda de Scotland Yard, que en aquella época eran los únicos que poseían los instrument­os necesarios para verificar una intoxicaci­ón de ese tipo – el talio era y sigue siendo un material rarísimo–, y los resultados fueron positivos. La niña qatarí recibió el tratamient­o apropiado y fue salvada. Gracias a una enfermera con el vicio de la lectura y una novela policial escrita dieciséis años antes.

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