La perdición de una lengua
Perder la cabeza
Autor: Marcos Rosenzvaig Género: novela
Otras obras del autor: Sacrificios; Cabeza de Tigre; Monteagudo; Breviario de estéticas teatrales; Técnicas actorales contemporáneas; Copi. Sexo y teatralidad; Monólogos teatrales; Editorial: Alfaguara, $ 399 Esta publicación trata sobre cabezas cortadas en la larga, cruel y silenciada guerra civil argentina. El lector no encontrará a Sables, histo
rias y crímenes, de Juan Jacobo Bajarlía, ni con su impronta poética en tercera persona omnisciente (con ello evita el sentimentalismo o fácil juicio moral). Menos aún disfrutará de un homenaje a Cuentos de soldados y civiles de Ambrose Bierce. Incluso la descripción de la muerte de Lavalle abreva en los hechos digeridos por el divulgador Felipe Pigna en cierto artículo de domingo.
En sí, una cabeza habla, narra el algo desmembrado, a su manera es un “Dedos” con oralidad, mano autónoma de aquella vieja saga televisiva conocida como Los Lo
cos Adams, pero sin humor. Y la cabeza habla como un coronel que no tiene quién le responda con la sordina del fracaso estilístico acaballado en la reiteración. El “que” como subordinante (14 veces que en la primera página sobra como ejemplo), el exceso de la preposición “de” (24 veces en la página 10), la profusión de adjetivos posesivos de la primera persona del singular, componen la deriva lingüística en un brutal tartamudeo que contamina al resto de los personajes. Como bajo el efecto de una mancha de tinta (o de sangre), todos los discursos se unifican e igualan.
Esto crea una red artificiosa de oralidad que es a la vez placebo y dilación: el relato no tiende a los sucesos, o a la fantasía desatada por los mismos, sino a cierta interpretación política elemental, de tinte positivista, en cuanto todos los ejecutados por Rosas eran dignos de oponérsele. Este heroísmo de sainete también explica cierta grandilocuencia adjetiva (que para un lector avezado resuena a insulto desde un autor que se oculta sin sustentar una lengua histórica: todos son hablantes de un confesionario contemporáneo de cadáveres, radial o de bar de suburbio mortecino). Por caso, se puede leer: “aliento deshabitado de muelas pobladas de barquinazos”, “una carcajada dulce de naranjas pinta de rojo la ciudad”, “el mozo le disparó una mirada obesa”, “la mirada perpetua a un barco deshuesado”. La estatura de este vuelo poético hace imposible cierto ingenio metafórico.
Si Marco Avellaneda fue degollado en 1841, lo gauchesco desaparece tras la pátina del salto temporal: allí interviene otro relato, en bastardillas, el del militante idealista de esa Patria Grande que fracasó, aunque quiera el apresurado narrador inducir al heroísmo de una saga tan inverosímil como pertinente: la dictadura argentina no decapitaba, ni siquiera dejaba rastro de los cuerpos. Este turismo político sin aventura produce que, a mitad del texto, aparezcan en una misma oración El “Che”, San Martín, Trotsky y Lenin. Cóctel de pesadilla ideológica que no hace sentido alguno.
La rivalidad de los personajes con el enemigo común mazorquero carece de arrogancia, ambición y crueldad. Esto niega que formaban parte de la misma rueda criminal que resolvía sus diferencias tomando el cuerpo del otro como trofeo
El relato no tiende a los sucesos, o a la fantasía desatada por los mismos, sino a cierta interpretación política elemental, de tinte positivista, en cuanto todos los ejecutados por Rosas.