La otra marea verde
Claves para entender la Argentina dolarizada
Viajo por todo el mundo pero en la Argentina me siento como en casa. Incluso más a gusto que en el Ecuador o en Panamá, donde me honran con el curso legal y la circulación forzosa. Como dicen las estrellas de rock, ustedes son el mejor público que he tenido. Me ofrecen a gritos en las calles y me buscan hasta en las “cuevas”. Aunque el gobierno empezó a vapulearme en sus discursos y hasta me persigue cuando ando indocumentado, sé que la mayor parte de la sociedad me desea y me cuida cuando llego a sus manos. También estoy escondido en las casas, las cajas de seguridad y las cuentas cifradas en Suiza de empresarios y políticos. Algunos de ellos decían hasta hace cinco minutos que me atesoraban porque les daba la gana y desde fines de 2011 me ningunean y hacen malabares para borrarme de sus de-
“Como dicen las estrellas de rock, ustedes son el mejor público que he tenido”
claraciones juradas. Si pudieran, esos ingratos lo harían retroactivamente. Pero ahí estoy, molesto, en el pasado de todo argentino que haya ahorrado alguna vez para algo más que un auto usado. Soy una sombra verde gigantesca sobre este país condenado al éxito que el consenso de las commodities pintó de color verde soja y decoró con volutas de dorado megaminero. Me han intentado replicar miles de atormentados artistas clase B en todo el planeta a lo largo de un siglo entero, pero nadie lo hizo con tanto amor como Pablito, ese argentino que hace varias décadas estampó su firma con trazo micrométrico en el tronco del árbol que pintó con plumín en una copia de mí casi perfecta. Pocos me veneraron con el fervor de Héctor Fernández, el último falsificador de fama criolla, que llegó al paroxismo de untarme grasa de cerdo para que oliera a mi tinta original. No ocupo mucho lugar: apenas quince centímetros y medio de largo por menos de siete de ancho. Peso un gramo independientemente del valor que me imprima mi mamá, la Reserva Federal.