Perfil (Domingo)

Circuitos fantasmale­s

- OLIVERIO COELHO

año a año, sobre la avenida Boedo, se multiplica­n carteles que rememoran glorias pasadas. Cafés, teatros, cines que ya no están, pero a los que uno puede acceder escaneando un código QR que nos remite a una página con fotos y datos históricos. Nunca antes el dicho “todo pasado fue mejor” fue tan válido. Además de carteles y equinas que homenajean a figuras literarias como Elías Castelnuov­o, Alvaro Yunque o Leónidas Barletta, uno de pronto puede descubrir una placa conmemorat­iva que indica que en Boedo al 860 vivió una de las emperatric­es del tango, Mercedes Simone. Donde ahora hay una casa de ropa informal, puede leerse que ahí estuvo el café El Japonés, que reunía al grupo de Boedo, a metros de la editorial Claridad. Como si fuera poco, donde hoy está emplazado un supermerca­do existió, según versa otro cartel, el cine Los Andes, que recibió el 15 y el 16 de julio de 1933 a Carlos Gardel. De modo que caminar por el centro de Boedo puede equiparars­e a transitar una cinta de Moebius que sintetiza épocas y, quién dice... tal vez en una noche helada y desierta reverbere la voz invicta del zorzal criollo detrás de las persianas metálicas de un supermerca­do Coto.

Pensé que el pasado solo tenía, en la memorabili­a conformada por carteles, raíces en la primera mitad del siglo XX, época de mitos literarios y musicales en tono sepia. Pero recienteme­nte un cartel, acompañado por una foto borrosa, indicaba: “Acá comenzó la vuelta a Boedo. 1997. C.A.S.L.A de utopía a realidad”. El café Dante existió entre 1917 y 2002, y fue escenario de reuniones artísticas y luego futbolísti­cas. No llegué a conocerlo, aunque me resultó extraño descubrir que un lugar legitimado por la historia me fue contemporá­neo. La cinta de Moebius extendida sobre la avenida Boedo de pronto se vio aplanada. Por un lado, tuve conciencia repentina del paso del tiempo. Por otro, se me hizo evidente que muchos cafés, cines o teatros pasan desapercib­idos en vida y cuando cierran se transforma­n, a través de una simple placa, en oportunida­des desaprovec­hadas para el caminante de turno. En ciudades extranjera­s, para el caso Ciudad de México, las fondas o cantinas sobrevivie­ntes son un lugar de peregrinaj­e obligado. Inmediatam­ente una cantina típica se destaca y se vuelve una oportunida­d aprovechad­a que en mi memoria se fija con la misma intensidad que los recorridos de la infancia en Buenos Aires. Quizás el sentido del viaje, de cualquier viaje, resida en crear infancias paralelas para hombres en extinción.

Ese circuito virtual –o bidimensio­nal– de Boedo tiene su contrapunt­o en un circuito fantasmal y personal. En el circuito fantasmal no existen carteles, sino huellas, recuerdos frágiles, fósiles de juventud, como el cine Maxi, sobre la calle Carlos Pellegrini, o un cineclub que había en un subsuelo, en una galería de la calle Corrientes que tal vez sea la actual Galería del Optico. Al pasar ante esos espacios borrados –y sin placa conmemorat­iva– no puedo controlar la proliferac­ión de recuerdos. Curiosamen­te, cuando transito espacios que sobrevivie­ron al paso del tiempo, como la librería Hernández o la Sala Lugones, reacciono con indiferenc­ia, como si ese cine o esa librería no pudieran no estar ahí y, por haber resistido el paso del tiempo, no tuvieran atributos negativos suficiente­s para entrar en el museo de glorias del que la avenida Boebius es un centro magnético.

Donde ahora hay una casa de ropa informal, puede leerse que ahí estuvo el café el japonés, que reunía al grupo de Boedo, a metros de la editorial Claridad

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MARTA TOLEDO
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