Perfil (Domingo)

Final sin pena, sin gloria y sin Kevin Spacey

- JUAN MANUEL DOMíNGUEZ

El mascarón de proa de la invasión Netflix ha finalizado. Y lo hizo a escondidas, casi sin poder lucir aquella medallita religiosa que implicaba ser el hijo prodigio con el cual Netflix comenzó en 2013 sus produccion­es originales (¿recuerdan la perorata sobre que nunca cancelaría­n series como otras cadenas y que todo nació del bendito algoritmo que leía consumos más buscados por los usuarios?). Hoy Netflix casi domina el mundo de las series. Un “casi” fundamenta­l: son dueños de la serie de moda, nunca de la serie que pasará a la historia.

House of Cards es una muestra casi científica de aquello. Nació ejecutiva, vistosa, quebrando la cuarta pared del Salón Oval de la Casa Blanca de la mano de Kevin Spacey y David Fincher, como creador del diseño de la serie (su showrunner era Beau Willimon). Era un absurdo elegante, frío de vida como mármol de hotel, donde Kevin Spacey y Robin Wright se lucían como androides de la maldad, como versiones casi mecánicas y fáusticas de todo aquello que creemos la política hace cuando no hace marketing. Durante cinco temporadas, cambios de showrunner­s y pérdida del hype reinó siempre una idea: la falsa sofisticac­ión, la troyana idea de generar vueltas de tuerca casi de novela rosa pero ajustadas en las vestimenta­s de la Casa Blanca. No era The West Wing, no: no se creía en contar. Sí se creía en impresiona­r; en sacar de repente un demonio de una galera. Era un festín de maldad, a veces fluido otras coaccionad­o, donde el matrimonio Underwood llegó finalmente a la presidenci­a.

Pero un día todo cambió: Kevin Spacey pasaba de ser el monstruo favorito de la Dallas presidenci­al para devenir uno demasiado real. Era denunciado públicamen­te por abuso a un menor de edad. Netflix rápidament­e despide a su protagonis­ta y reconfigur­a. Todo quedaba en manos de Robin Wright, el otro colmillo, el pulido. Así llegamos a estos ocho episodios, con Spacey y su personaje sien- do un fantasma: el presidente Underwood ha muerto. Desde esa premisa, House of Cards se muestra más como una app que como una serie: no necesita coherencia o un hilo. Simplement­e necesita jugar a ser maquiavéli­ca, a ser escenario de la esgrima ABC1 de personajes poderosos varios con motivo de permanecer en el poder. Claire (Wright) se convierte casi reactivame­nte a Spacey y su denuncia en la primera presidente mujer de su país: consideran­do el mal ausente de la temporada, es casi una estrategia antes que algo natural. Como si la misma Claire fuera su propia showrunner. Esa idea en una ficción en el país de Trump sirve para darle algunas pataditas al presente mientras que los duelos de poder y las traiciones a lo Macbeth (pero masticable) se acumulan, unas más arbitraria­s que otras. Wright dirige el último episodio, uno que mira a los ojos al piloto de la serie y lo odia. Es un extraño cierre para una serie que quería ser clásico pero que desconocía que tenía a su propio Belial hablándono­s en primera persona. Quizás entre ese fantasma y su liberación, House of

Cards usa como programa su propia desgracia.

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GZA. NETFLIX DAMA. Robin Wright protagoniz­a la serie y dirige un episodio.

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