Cuarenta minutos de fama
Escándalos que van del papel a las pantallas
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La lectura de revistas donde me entero de los escándalos entre “famosos” y de las delicias de la maternidad que los bendice dura cuarenta minutos, de tapa a contratapa. Si me detengo a analizar alguna novedad, la duración se extiende. Pero no son notas que exijan una concentración excesiva ni muchas destrezas. Es suficiente que, en el circuito que forman los medios escritos, los audiovisuales y las redes, los protagonistas se repitan.
Pueblan el espacio donde transcurren las peripecias inventadas o reveladas por los cronistas del show, expertos en el diagnóstico de popularidad y en proteger a sus lectores de las complicaciones innecesarias. Leer no describe siempre la misma actividad ni la misma destreza, velocidad o preparación: “En una sociedad que utiliza instrumentos de la cultura escrita, coexisten varios alfabetismos”. Una masa enorme de investigación ha puesto en claro que no existe una sola lectura, sino posibilidades de leer de un modo u otro. Y que la cultura decide sobre la permanencia o el abandono de un texto.
¿Cuánto deciden las tecnologías de escritura y lectura? Alrededor de esta pregunta simple, hemos girado las últimas décadas. Podría simplificarse: ¿cuánto se pierde y cuánto se gana? Es evidente cuánto se gana: los textos que no tengo a mano en mis estantes los encuentro generalmente en alguna página web. No es evidente cuánto se pierde, desde el momento mismo en que tratamos de leer un libro de trescientas páginas en pantalla. Primera objeción: hay libros que no fueron escritos para ser leídos en pantalla. Por lo tanto, la pregunta es vacía, porque leer un libro de esa extensión en pantalla es como usar un helicóptero para ir hasta el mercadito de la otra cuadra.
Son los lectores quienes deben “adaptar” ese libro para leerlo en sus Kindle. A ese trabajo de adecuación estamos obligados mientras coexistan las viejas formas que dieron nacimiento a la tecnología del libro y las nuevas formas que lo trasladan a un medio electrónico que nació varios siglos después. Seguramente, muchos dirán que es mejor leer a Thomas Mann o a Joyce con el apoyo de las decenas de referencias y diccionarios que nos acompañan si los leemos en pantalla.
Un tradicionalista responderá que esos libros no fueron escritos para leerlos con el auxilio inmediato y la inmediata interrupción de un Cerebro Mágico que solucione, en el instante, las dudas, las hipótesis, y cierre todo el