Saber captar lo oportuno sin entender la historia
DIEGO GRILLO TRUBBA
Cuando en 1953 Ray Bradbury publicó la novela Fahrenheit 451, aún estaban frescas en su memoria (y en la del resto de los seres pensantes de aquel entonces) las imágenes de las quemas de libros durante el nazismo y el fascismo. La obra, anclada en la ciencia ficción donde se transformaría en clásico, hacía bastante explícito el paralelismo con la realidad, la idea de que al poder le resulta contraproducente el pensamiento de la ciudadanía. Los libros eran, y son, prueba testimonial de que se puede pensar distinto al resto del rebaño.
Muchos años pasaron desde entonces, y HBO decidió llevar adelante una nueva adaptación de la obra –la mejor de las anteriores fue la que dirigió el gran François Truffaut en 1966–. Hay que admitir que los ejecutivos de la empresa fueron inteligentes con el contexto para realizarla: afloran en distintas partes del mundo gobiernos totalitarios, que intentan imponer voces únicas y anacrónicas, casi caricaturescas del fascismo original, o líderes que en el mejor de los casos lo más inteligente que leyeron fue algún excremento de Osho. Los libros, el pensar, comienzan a verse jaqueados. Una vez más.
La gran pregunta que se debía responder a la hora de adaptarla a un supuesto futuro cercano, radicaba en la tecnología. Cuando Bradbury escribió su obra, existían los libros en papel, y por más que haya sido un visionario a la hora de describir cómo las personas optaban por no pensar poniéndose “caracoles” en las orejas para escuchar música en la calle y acallar de esa forma cualquier actividad neuronal, no pasó por su imaginación el surgimiento de lo digital. O no en esa novela. Sin embargo, el libro se ha multiplicado. Por más que la mayor parte del tráfico en internet corresponda al consumo de pornografía, la posibilidad de albergar en la virtualidad al libro resulta insoslayable. Con o sin Kindle. Nunca como hasta ahora leer resultó tan plausible (con descargas legales o ilegales), con la paradoja de que cada vez un menor porcentaje de la población decide ejercerlo (y en ese porcentaje, una escalofriante mayoría opta por leer basura, alcanza ver las librerías).
Para mantener la lógica del relato de Bradbury, hacía falta descubrir algo que él mismo no había podido, o el drama no funcionaría. Y ése es justamente el gran error de la nueva versión: no resultan creíbles bomberos que van a lanzar sus llamas sobre discos rígidos, porque son fácilmente reproducibles en cuanto a su contenido. No se trataba de negar que el autoritarismo sea oscurantista, que lo sigue siendo, sino de meditar acerca de cómo lo ejerce multiplicando la basura en medio de lo que vale la pena leer hasta taparlo para que, así, se deje de pensar. Eso es lo que no ve el film de Bahrani.