INDUSTRIA ARTESANAL
Cada vez hay más productos artesanales. Y son tantos que bien cabe la sospecha de que estén producidos en serie por una industria artesanal: chocolates, helados, cervezas, mermeladas y hasta fiambres. La sociedad tiene una alta valoración de lo artesanal: por noble, por genuino, por afectivo; todos lo prefieren. Sin embargo, nadie se subiría a un avión artesanal. Así de rápido se disipa la confianza en el artesano. Hay algo de mal terminado en lo artesanal. La huella que el artesano deja en su manufactura muestra su rasgo humano, pero también delata su vulnerabilidad. A la industria no le pasa eso. Al producir en serie se homologa y se hace anónima. Le cuesta decir “soy noble y genuina”, sobre todo porque no lo es. Necesita del marketing para eso.
La industria tendría que saber que sus principales aliados son los niños. Nadie desprecia lo artesanal como ellos. Prefieren los saborizantes a los sabores, el plástico a la madera, y lo eléctrico al pedal. Y cuando van con la escuela de excursión a una granja, vuelven espantados y confundidos porque dicen que vieron “pollos crudos caminando”. Eso pasa porque en la ciudad, que tanto valora los productos artesanales, vieron pizarras que ofrecen “pollo de campo”, como si hubiera otros pollos que viven en Almagro o Villa Crespo. De los huevos de granja nacen pollos citadinos. El niño entiende que todo lo que el ser humano hace con sus manos, la industria puede mejorarlo. Quizás desconozca que todos los productos industriales, por más sofisticados que sean, encarnan una idea humana. Desde un tenedor hasta una nave espacial, antes de ser algo fueron una idea de personas que también fueron niños una vez. Vivimos entre ideas. Y si se pudiera rasgar las capas de pintura de cualquier producto industrial aparecería su pasado artesanal. Es triste si la sospecha es inversa: cuando se sale la pintura del producto artesanal y se descubre que también está hecho por la industria. Quizás todos estemos hechos en China.