Perfil (Domingo)

Navegar en la indecisión

Cuando la tecnología elige por nosotros Es difícil tomar decisiones porque los pros y contras no están presentes al mismo tiempo El volumen de la informació­n no basta: también cuenta la importanci­a que se dé a cada dato

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En la Inglaterra del siglo XVIII, Joseph Priestley era, a sus casi 40 años, un hombre brillante y con grandes inquietude­s. Científico y teólogo, era ministro en la Mill Hill Chapel, una consolidad­a iglesia unitaria de Leeds, y ese año, 1772, había publicado cómo había ideado casi por casualidad el agua carbonatad­a, invento con el que proveyó a la segunda expedición de James Cook por los Mares del Sur porque pensaba, erróneamen­te, que podría curar el escorbuto. Y a pesar de sus conocimien­tos y su dilatada experienci­a, cuando lord Shelburne le ofreció ser su asistente, biblioteca­rio y educador de sus hijos, dudó. La posición que se le ofrecía era muy lucrativa, pero lo obligaba a cambiar su situación. ¿Debía aceptar o rechazar? ¿Qué era lo correcto?

Y preguntó a otra mente creativa e inquieta de su tiempo: Benjamin Franklin.

La respuesta del que sería uno de los padres fundadores de Estados Unidos tiene fecha de 19 de septiembre de 1772 y dice así:

“En el asunto de tanta importanci­a para usted, en el que me pide mi consejo, no puedo, por falta de premisas suficiente­s, aconsejarl­e qué debe determinar, pero si lo desea, le diré cómo.

”Cuando ocurren estos casos difíciles, son difíciles principalm­ente porque mientras los tenemos bajo considerac­ión, todas las razones pro y contra no están presentes en la mente al mismo tiempo; pero a veces un conjunto se presenta, y otras veces otro, quedando el primero fuera de la vista. De ahí los diversos propósitos o inclinacio­nes que prevalecen alternativ­amente, y la incertidum­bre que nos deja perplejos.

”Para superar esto, mi modo es dividir media hoja de papel por una línea en dos columnas, escribiend­o sobre una Pro [a favor] y sobre la otra Con [contra]. Luego, durante tres o cuatro días de considerac­ión, pongo bajo los distintos encabezado­s de forma breve las sugerencia­s y motivos que en diferentes ocasiones se me presentan a favor o en contra de la medida. Cuando los tengo todos juntos en un solo golpe de vista, me esfuerzo por estimar sus respectivo­s pesos; y donde encuentro dos, uno en cada lado, que parecen iguales, saco los dos: si encuentro una razón Pro igual a dos razones en contra, saco las tres. Si juzgo dos razones Con iguales a otras tres razones Pro, saco las cinco; y así procediend­o, encuentro a la larga dónde se encuentra el equilibrio; y si después de un día o dos de considerac­ión posterior no ocurre nada nuevo que sea importante en ninguno de los dos lados, llego a una determinac­ión en consecuenc­ia.

”Y aunque el peso de las razones no puede tomarse con la precisión de las

cantidades algebraica­s, sin embargo, cuando cada una se considera así por separado y comparativ­amente, y la totalidad está ante mí, creo que puedo juzgar mejor y es menos probable que produzca un mal paso; de hecho, he encontrado una gran ventaja de este tipo de ecuación, en lo que podría llamarse Algebra Moral o Prudencial. Deseando sinceramen­te que pueda determinar lo mejor, soy siempre, mi querido amigo, el más cordial de todos”.

Joseph Priestley, finalmente, tomó la decisión de aceptar el cargo, y este intercambi­o epistolar ha pasado a la historia como una de las primeras herramient­as para tomar decisiones, que sigue usándose en todo el mundo como parte de lo que venimos a llamar “sentido común”: valorar los pros y los contras de cada posibilida­d a partir de la informació­n que tenemos disponible antes de decidir qué camino emprender.

El esquema de Franklin parte de la premisa de que cuanta más y mejor informació­n tengamos sobre los elementos beneficios­os y los perjudicia­les, más acertada será la decisión, con mayor probabilid­ad. A más datos, mejor decisión.

Existe una segunda premisa también ampliament­e compartida: el convencimi­ento de que nuestras decisiones se basan en la racionalid­ad. Somos seres racionales, luego decidimos racionalme­nte.

La realidad, no obstante, no es ni mucho menos tan sencilla, como Daniel Kahneman, entre otros, se ha ocupado de demostrar.

Las relaciones entre la decisión y la informació­n siguen cursos complejos, en los que elementos como la percepción de la incertidum­bre, la aversión al riesgo, la confianza o la experienci­a previa desempeñan un papel distinto en cada persona. El volumen y la calidad de la informació­n no bastan: también cuenta la importanci­a relativa que se dé a cada dato recopilado.

Priestley estaba muy preocupado con acertar en la decisión de si aceptar o no el ofrecimien­to de lord Shelburne. No parece, en cambio, que le angustiara demasiado qué hacer con el invento del agua carbonatad­a. Cuando probó los primeros sorbos, compartió unos tragos con sus amigos, pero solo reparó en las posibles aplicacion­es medicinale­s, no en su comerciali­zación. Ni siquiera lo patentó. En cambio, un relojero suizo y científico aficionado tomó el proceso de Priestley y lo adaptó para poder embotellar esa agua con gas. Gracias a ese nuevo método surgió una empresa que se fundó en Ginebra en 1783: Schweppes, en honor al apellido del inventor, Johann Jacob Schweppe. Dos siglos más tarde, uno aparece en los libros de historia y el otro acompaña la ginebra en los miles de gin-tonics que se sirven diariament­e en todo el mundo.

Podríamos decir que tanto Priestley como Schweppe tenían informació­n suficiente para decidir. Es probable que el primero tuviera más datos que el segundo, en tanto que fue él quien primero generó el agua con gas. Por el contrario, fue el segundo quien tomó la decisión acertada con respecto

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CAR GRACIANO

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