EL PERIODISMO CULTURAL SOBREVIVE
¿Escapa el periodismo cultural a los vicios de la modernidad? ¿De qué manera fue afectado por el cambio de paradigma tecnológico? ¿Brinda todavía algún tipo de prestigio o legitimidad aparecer en un suplemento cultural? ¿Tiene algún impacto la reseña desde un punto de vista comercial? Esas son algunas de las tantas preguntas que tratamos de responder de la mano de los que mueven las piezas en esta partida que también tiene su final prometido.
Anteayer se cumplió un nuevo Día del Periodista, y últimamente ya no está tan claro qué género amerita la efeméride, o sea: ¿hay que felicitar o echar un responso? Cada año resulta más difícil decidirlo. Tampoco se sabe bien quién debería ser el sujeto de esa felicitación o responso: a los chicos de zona norte –y esto es información– a los que los hacen levantar un domingo temprano para ir a una base de la AFI a escribir un informe que se publica inmediatamente en el portal digital argentino de mayor audiencia, ¿hay que saludarlos también?
El periodismo está atravesando una crisis en todo el mundo, no es ninguna novedad, y una de las causas es la irrupción de nuevas tecnologías que obligan a repensar la profesión. Pero acá ese debate no se ha dado a partir de las tecnologías, sino de la política, y todavía persisten las polémicas bizantinas: ¿se puede ser realmente objetivo? ¿Hay que ser amigo de los espías, o solo conviene usarlos profesionalmente para operar?
En todo caso, el debate sobre las transformaciones que está produciendo la revolución digital se da en el ágora de la academia. Allí los expertos vienen afirmando la necesidad de que el periodista adquiera nuevas technés o habilidades que le permitan tener alguna eficacia en el mundo de los algoritmos. No es muy diferente, en este sentido, de lo que pasa en la educación, donde los pedagogos insisten con que la ubicuidad de la información y el conocimiento obliga al docente a desarrollar nuevos modos de generar aprendizaje y nuevas competencias comunicativas, más allá de la clase magistral y otros métodos que ya consideran obsoletos.
Lo que estamos viendo, sin embargo, reviste una estructura paradojal: al final, los docentes y los periodistas no solo no parecen estar adquiriendo esas nuevas habilidades; además resulta que están perdiendo las viejas y todavía necesarias,
o más que nunca necesarias, como son –en el caso del periodismo– la de contextualizar, la de introducir distintos puntos de vista, la de chequear la información, o la de producir textos que, al menos, no adolezcan, como pasa ahora, de todo tipo de dislates sintácticos y gramaticales.
En este contexto, el valor añadido que muchos de los que ejercen esta actividad le suelen incorporar a un contenido informativo que ya está en todas partes no es la capacidad de análisis ni una buena escritura, sino el carisma o un conjunto de maniobras retóricas para suscitar uno u otro pathos. En cierto modo, se podría decir que si la revolución digital en algún momento amenazó con desplazar al periodista de su lugar privilegiado, muchos intentan recuperar la centralidad a partir de un movimiento discursivo desesperado: la autorreferencia. Que en muchos casos se traduce en una exhibición casi obscena, o como mínimo impúdica, de las emociones primarias. O en rencillas con otros colegas.
Pero lo que nos interesa pensar desde acá es qué lugar ocupa eso que llamamos “periodismo cultural” en todo esto. ¿Escapa a esos nue