¿UNA LENGUA PARA TODES?
“A lo largo de los cientos de miles de años que los humanos existimos sobre la Tierra, el varón acaparó los espacios, controló los recursos, y eso basado en la fuerza física en épocas que era la condición principal para la supervivencia.” (Santiago Kalinowski)
¿Tiene alguna posibilidad el lenguaje inclusivo de prosperar frente a esa orientación sexista de la lengua? ¿Puede pasar que se convierta en norma y en diez años o en veinte estemos todos utilizando la ‘e’ al final de las palabras? Nadie lo sabe. Un coro de voces acuerda y discrepa alrededor de esta nueva operación retórica.
En general, cuando se habla de “lenguaje inclusivo”, la dinámica no es muy distinta a la que atraviesan otras discusiones: se mezcla todo hasta obtener una textura homogénea que habilite opiniones definitivas, y lo que sigue es una argumentación ad hominem que deriva en un diálogo de sordos. Por eso conviene empezar separando los tantos. Analizar es dividir en partes, decía Descartes, y en ese sentido lo primero que hay que señalar es que este fenómeno no es producto de la ocurrencia de varios grupos de adolescentes politizados, como se puede llegar a inferir de la opinión de algunos periodistas. El periodismo muchas veces omite algo básico de la profesión, que es poner las cosas en su contexto.
En realidad, lo que llamamos “lenguaje inclusivo” es una operación esencialmente “retórica” –no solo gramatical o lingüística– que se viene dando en buena parte del mundo –en Francia, por ejemplo, la Academia Francesa acaba de aceptar la “feminización” del nombre de algunas profesiones– y por lo tanto hay que leerlo desde esa transversalidad, es decir, no como producto de una “grieta” local, de nuestras antinomias de cada día, como tendemos a leer todo –hasta la actividad del Papa–, sino como parte de un fenómeno glotopolítico que atraviesa sociedades o contextos muy distintos; aunque con un argumento que se repite en un lugar u otro: la lengua, dicen quienes defienden esta postura, ha ido codificando un machismo ancestral que se manifiesta tanto a nivel gramatical como a nivel léxico. Pero, ¿cuánto hay de verdad en todo esto? ¿Hay, en efecto, algún tipo de sexismo implícito, sedimentado en la lengua? ¿O es cuando se pone en discurso que aparecen esos rasgos?
De acuerdo al lingüista y lexicógrafo Santiago Kalinowski, director del Departamento de Investigaciones Lingüísticas y Filológicas de la Academia Argentina de Letras, esta última opción no tiene mucho sentido, ya que considera que la lengua es un producto de los seres humanos a lo largo de los milenios y por lo tanto “manifiesta prejuicios religiosos, sexuales, raciales, y de una manera u otra es inevitable que la lengua los codifique. Entonces podemos decir que ‘mujer fácil’ y ‘hombre fácil’ no significan lo mismo”, dice, y agrega que el masculino genérico es el correlato gramatical del androcentrismo ancestral de la especie. “A lo largo de los cientos de miles de
años que los humanos existimos sobre la Tierra, el varón, el hombre, el macho, siempre acaparó todos los espacios, controló los recursos valiosos, y eso basado en la fuerza física en épocas donde eso era la condición principal para la supervivencia. Cuando eso ya no fue así, sin embargo, hubo toda una inercia que hizo que cuando aparecieron otros espacios también fueran acaparados por el hombre. Entonces ese ordenamiento social ancestral de la especie fue codificado a través del masculino genérico”.
Ahora bien, dando por válida esa opinión, que es la que parece contar con mayor consenso hoy en día, pasemos a la cuestión siguiente: ¿tiene alguna posibilidad el lenguaje inclusivo de prosperar frente a esa orientación sexista de la lengua? ¿Puede pasar que se convierta en norma y en diez años o en veinte estemos todos utilizando la “e” al final de las palabras? Nadie lo sabe, en realidad, porque ni siquiera sabemos cómo va a ser el mundo el año que viene –o el mes que viene, en la Argentina–, pero parece más probable que algún grupo de científicos norcoreanos descifren el código cerebral y cada una de nuestras conciencias pueda extrapolarse a una computadora cuántica que que incorporemos un género neutro en el español, o en cualquier otro idioma. Las lenguas no son inmutables, es cierto; pero en términos diacrónicos, por utilizar un concepto de Saussure, se sabe que los cambios se producen a partir de leyes o principios que trascienden la voluntad de los individuos. Si fuera al contrario, hoy en la Argentina estaríamos utilizando todos el pronombre “tú” y no el “vos”, ya que durante mucho tiempo hubo un intento de imponerlo por parte del Estado: una suerte de delirio glotopolítico que se dio no solo en las escuelas sino hasta en el cine y en los medios gráficos.
En este sentido, para Guillermo Jaim Etcheverry, ex rector de la UBA y autor del ya clásico La tragedia
educativa, los cambios del lenguaje no responden al dictado de normas por parte de uno u otro grupo social, o grupo de poder. “El proceso es inverso: los cambios en el uso de la lengua terminan por transformarse en normas establecidas”, dice, y agrega que “en este caso específico, por el momento los cambios propuestos no reflejan un empleo generalizado sino que responden a una respetable posición ideológica de quienes sienten que los términos que utilizamos actualmente son discriminatorios”.
Pero además hay que decir que el hecho de que hubiese de pronto un empleo generalizado de estas formas contradiría la historia de todas las lenguas. “El patrón más reconocible que lleva al español desde el latín, al francés desde el latín, al griego moderno desde el griego antiguo, es el de la economía”, dice Kalinowski, quien por cierto estará debatiendo este tema con Beatriz Sarlo en la Feria de Editores (ver recuadro). “La economía es un modo de ahorrar energía de articulación o de procesamiento para lograr el mismo tipo de comunicación. Entonces, si se puede comunicar lo mismo gastando menos energía, los hablantes tienden a preferir esa versión más económica”.
Esta misma opinión tiene también el escritor Federico Jeanmaire, quien publicó hace unos meses
La creación de Eva (ver recuadro), novela cuyo personaje principal es una chica trans que pone la letra
“A mí me está resultando cada vez más simpático que mucha gente use ‘chiques’ o ‘todes’. Y puede ser que esas palabras puedan quedar en la lengua definitivamente.” (Federico Jeanmaire)
“a” al final de todas las palabras. Dice él: “El lenguaje es perezoso, la lengua es perezosa; o dicho de otra manera, las lenguas tienden a simplificarse para poder sobrevivir, así que se hace difícil pensar que un cambio muy radical en la lengua se pueda producir”.
Sin embargo, considera que hay pequeños cambios que sí se pueden dar. “Por ejemplo, a mí me está resultando cada vez más simpático que mucha gente use ‘chiques’ o ‘todes’. Y puede ser que esas palabras puedan quedar en la lengua definitivamente, si se extiende el uso. Lo que seguramente no va a ocurrir es que tengamos dentro de quince años un neutro en español: eso sería una complicación enorme para la lengua, y las lenguas no hacen ese tipo de movimiento hacia la complicación”, dice.
Frente a esta imposibilidad, la otra pregunta que nos tenemos que hacer es la siguiente: ¿tiene sentido continuar utilizando el lenguaje inclusivo aun cuando se sabe que no tiene chances de convertirse en norma? ¿Se logra algo al utilizarlo? ¿Ayuda y visibiliza realmente la lucha política por igualdad entre géneros?
En este punto las opiniones están mucho más repartidas. Para el filósofo Tomás Abraham, con quien también dialogamos, el orden simbólico diagrama la realidad, divide, identifica, diferencia, redistribuye a los individuos, crea nuevas categorías y genera subjetividades, pero “eso no quiere decir que si nos ponemos a hablar en geringoso transformamos el mundo”, dice. “El lenguaje no son las palabras en sí y por sí, sino un orden del discurso, es decir, un régimen enunciativo autorizado por instituciones e investiduras que ejercen un poder. La lengua cambia, es un botín cultural; los relatos, las narrativas, son objeto de disputa, pero el lenguaje inclusivo no incluye nada: cambia una vocal pero no al vocalizador, y ocupa a los portavoces del ‘giro lingüístico’ que se aplican a ornamentar una ridícula guerra entre sexos. La literatura del management puso de onda decir ‘cliente interno’ en lugar de ‘empleado’, y ‘emprendedor’ en vez de ‘empresario’… ¿Y? ¿Qué cambia?”.
Santiago Kalinowski, sobre esta cuestión, tiene una postura contraria. “A mí me cuesta mucho pensar que muchos avances legislativos se podrían haber logrado sin que se diera en la sociedad este debate alrededor de la lengua”, dice, y da un ejemplo: “Para que la sociedad acepte que dos personas del mismo sexo puedan casarse y tener los mismos derechos que una pareja heterosexual tiene que haber habido un debate público y a mí me parece
que, en ese debate, el debate sobre la lengua tiene una importancia grande”.
El director de investigaciones lingüísticas y filológicas de la Academia Argentina de Letras –que por cierto aclara que no está expresando una postura de esta institución, sino un punto de vista personal– considera que no hay que pensar este fenómeno solo desde una perspectiva gramatical. Es claro que si lo leemos únicamente desde esa perspectiva la inclusión de la “e” al final de las palabras es un error, ya que el masculino genérico incluye ambos géneros. De lo que se trata, dice él, es de un hecho retórico antes bien que lingüístico, dado que “el inclusivo es una intervención del discurso público que busca crear en el auditorio un efecto, y ese efecto que busca crear es el de toma de conciencia de que subsiste en la sociedad una injusticia intolerable”, afirma. “Entonces, cuando alguien usa alguna de estas formas de inclusivo, lo primero que sucede es que esa persona se está pronunciando políticamente acerca de ese tema, y lo otro que sucede es que la persona que escucha tiene que interactuar con eso de alguna manera: no puede permanecer al margen, no puede quedar en un segundo plano. Entonces, como se trata de una intervención consciente y calculada del discurso público para suscitar un efecto en el otro, eso corresponde más al área de la retórica, es decir, no es un fenómeno de la lengua”, y por lo tanto, agrega, “corresponde analizarlo desde el punto de vista de los discursos que circulan alrededor de las luchas políticas”.
La cuestión de la prohibición, si la abordamos desde esta perspectiva, deja de tener mucho sentido, dado que sería casi como impedir el uso de la figura retórica del pleonasmo por considerarla redundante, o el anacoluto porque va en contra de ciertas reglas sintácticas o el enálage por las mismas razones, o el dislate porque carece de sentido.
En realidad, el único modo de censurar estos usos del lenguaje, o exasperarse ante ellos, es si uno los piensa exclusivamente desde un punto de vista gramatical o lingüístico, en cuyo caso es natural que considere que algunos grupos no tienen por qué modificar la gramática que utilizan millones de personas, o en todo caso si uno se opone a la ideología que subyace tras esas expresiones y no cree, entre otras cosas, en que debe haber una igualdad entre los géneros.
Pero tal vez no haya ni que legitimarlo –cosa que por otro lado sería hasta contraproducente para quienes lo defienden– ni que prohibirlo; probablemente la opción más sensata por ahora sea seguir pensándolo y analizándolo. Entre todes, por supuesto.