Amores contrariados
Autor: Bernhard Schlink Género: novela Otras obras del autor: El fin de semana; Mujer bajando una escalera; Amores en fuga; El lector; El fin de Selb; Mentiras de verano; El regreso; El nudo gordiano Editorial: Anagrama, $ 685 Traducción: Carles Andreu
Bernhard Schlink atribuye un destino trágico a las mujeres en su literatura. Trágico y épico: el de Hanna, la revisora de tranvías protagonista de El lector; los de las mujeres que aparecen en las historias de los relatos que conforman el volumen de
Amores en fuga y ahora, el de Olga Rinke, cuyo nombre da título a su última novela. Olga se despliega en tres tiempos, mediante tres voces, y altera la cronología sin traicionar la verosimilitud. Transcurre entre fines del siglo XIX y mediados del X X, lapso que comprende las dos grandes guerras; el mal; el dilema con que Epicuro reta a Dios. En Schlink siempre nos encontramos invariablemente ante amores contrariados, unos interrumpidos por la guerra, otros por hombres que no pueden corresponderlos. En el caso de Olga, su enamorado Herbert es víctima de la desmesura de sus aspiraciones. Con similar ímpetu al de otros (Robert Peary, Frederick Cook), tras haberse alistado en el ejército, combatido en Africa contra los herero, integrantes de la etnia bantú, se propone atravesar el círculo polar ártico, empresa que tornará intermitente y luego imposible la relación con Olga. Ella, ferviente socialdemócrata, acérrima enemiga de Bismarck, nada quiere saber de las luchas que los alemanes llevan adelante en el sudoeste de Africa y rehúye escuchar las hazañas de las que se jacta Herbert. Este, hijo de una familia aristocrática, a pesar del rechazo familiar, defiende su relación. Sus padres y su hermana Viktoria ven en ese vínculo de Herbert con una joven cuya mayor aspiración es ser maestra y ocupar una plaza pueblerina, un deshonor. En uno de los pasajes de la novela, Olga alude en una carta dirigida a Herbert a una vieja costumbre alemana que se designa Bleigiessen: en la noche de san Silvestre se echa plomo en agua fría, para luego presagiar el porvenir dibujado en la azarosa forma en que el metal se transformó.
Con esta sutil alusión datada en el año nuevo de 1914, Schlink no solo prefigura el advenimiento de la Primera Guerra transmutando el progreso lineal del relato, sino que además modifica el pasado ficcional del mismo. El curioso tapiz que construye Schlink esconde en su envés hilos que permiten atisbar un dibujo que no aparece evidente en un principio y que delata, sospecho, otros propósitos. El riesgo sería aquí decir algo sobre las convicciones del escritor Schlink, pero estas se filtran, sin necesidad de exégesis o sofisticadas interpretaciones –tal vez un riesgo mayor es omitirlas– y, en lo que a mí respecta, la exaltación de la ideología de Olga, su adhesión a la socialdemocracia que haría de su pasión por Herbert una controversia, empuja al escritor a distanciarla de la analfabeta Hanna de El lector, pero a quien paradójicamente equipara en su integridad. Olga Rinke “cree” en la igualdad de oportunidades, en la barbarie de los grandes imperios sobre las colonias en los siglos XVIII y XIX, en lo que hoy conocemos como equiparación de derechos, y para esto basta leer una frase en la que menciona que en la Universidad de Prusia pueden estudiar incluso las mujeres.
Es una novela cuya primera parte comienza entre fines del siglo antepasado y continúa en el pasado;
Schlink no solo prefigura el advenimiento de la Primera Guerra transmutando el progreso lineal del relato, sino que además modifica su pasado ficcional
su segunda parte salta a los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, y la tercera y última parte desata cabos que quedaron anudados antes, revelaciones (la verdadera filiación del pequeño Eik; la admiración hacia Olga de parte de Ferdinand: tarea para los lectores), y lo hace con un atado de cartas de Olga dirigidas a Herbert antes y durante la masacre que implicó la Primera Guerra, la “gran guerra”; más aún, cartas que Herbert nunca recibirá. “Te echo de menos siempre que hago algo que en su día hicimos juntos y que ahora tengo que hacer sola”. Basta esta frase.
Olga confirma a Schlink como uno de los grandes narradores contemporáneos.