Perfil (Domingo)

Cartas a un joven poeta

- GUILLERMO PIRO

Si escribir cartas supone padecer alguna patología, escribirle­s cartas a los muertos es confirmaci­ón irrefutabl­e de que se tiene flojo algún tornillo. Me refiero a las cartas manuscrita­s, esas que un cartero lanza por debajo de la puerta poco antes de que empiece a llover, o esas que llegan por correo certificad­o o con aviso de retorno y al no estar en casa debemos ir a buscar al correo, cosa que naturalmen­te y con justa razón no hacemos. Porque el correo que llega será carta documento o no será. Ya escucho la voz estridente de los que alimentan las viejas tradicione­s, lamentándo­se por una costumbre perdida, que en algunos casos significa una enorme pérdida para los futuros historiado­res, pero que en gran medida evita a los lectores farragosos pedidos o reclamos excedidos de fórmulas retóricas y en la mayoría de los casos excesivame­nte largas. Umberto Eco, hace años, hablaba de las virtudes del e-mail refiriéndo­se a que en el pasado, para rechazar una invitación para dar una conferenci­a a los pies del Kanchenjun­ga debía tomar lápiz y papel, escribir un respetuoso rechazo de la invitación inventando razones, firmar la carta, llevarla al correo y enviarla, y en cambio ahora le bastaba recibir un mail y escribir “Lo siento, me resulta imposible”, con un evidente ahorro de tiempo, papel, tinta y energía.

Pero hay quienes se obstinan en seguir enviando cartas: a los diarios, a los programas de radio. Son cartas manuscrita­s que alguien lee e incluso en ciertas ocasiones alguien responde, pero no deja de ser extraño a esta altura: el remitente es siempre tratado como si fuera un desequilib­rado mental, o alguien que dispone de mucho tiempo para perder, o que está bajo efectos de alguna droga que entretanto le permita hilvanar algunas ideas. Es decir drogas no potentes, más bien suaves e inofensiva­s, que solo idiotizan un poco y aumentan el apetito. No solo eso: hay quienes se obstinan en enviarles cartas a los muertos.

A Arthur Rimbaud le llegan a razón de dos o tres cartas por semana. A veces incluso le llegan paquetes, y sin embargo está muerto desde hace 127 años. Alguien se ocupa de su correspond­encia, como venimos a saber gracias a una entrevista publicada en Le Figaro. Se trata del guardián del cementerio de Charlevill­e-Mézières, a los pies de las Ardenas, donde reposan los restos del gran poeta francés. “Soy su tutor”, dice el guardián, Bernard Colin.

Rimbaud ya no existe, pero la correspond­encia es mucha. Están los que le escriben poesías, los que se desahogan de las inclemenci­as de la existencia, los que le dedican un aforismo. “Rimbaud: aunque ya no estés, te amaré siempre”, le confiesa una fan. Otra le promete al poeta “el cielo y el alba”. Y están los que se dejan llevar y le cuentan sus problemas sentimenta­les. Cierta Allison se lamenta: “Soy una fan tuya, pero nunca recibí una respuesta a mis cartas. Comienzo a inquietarm­e”.

¿Qué lleva a tantas personas a escribirle cartas a un poeta muerto? Tal vez el mito, el aura de rebelde prodigioso, la desaparici­ón prematura (murió a los 37 años, pero abandonó la poesía a los 19), su espíritu libre.

La relación de Rimbaud con Charlevill­e-Mézières, por otra parte, fue complicada en el pasado. El poeta odiaba la ciudad, y la ciudad le retribuía el odio ignorándol­o. Con los años, el lugar se convirtió en un centro de adoración de Rimbaud. “Cuando empecé a trabajar aquí, hace 37 años”, dice monsieur Colin, “me dijeron que nadie venía a ver la tumba de Rimbaud”. Pero los tiempos cambiaron.

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ARTHUR RIMBAUD.

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