Un modo de producción que ya no conforma
Promediando agosto, 2019 ha brindado las dos mayores apuestas de la televisión en lo que a ficción adulta se refiere: El Tigre Verón y El marginal 3. La primera, proveniente del lado de Pol-ka (es decir, El Trece); la segunda, producto de la factoría de Underground, de la mano de la TV Pública. Ambas ficciones poseen diferencias, pero también existe una similitud fundamental: las dos son flojas.
Es cierto que la industria audiovisual nacional enfrenta adversidades, pero también lo es que los resultados magros no proceden de esas asimetrías de poder adquisitivo de las productoras sino, en verdad, pareciera proveer de un sistema de producción que se aplica en Argentina y que está perimido en la mayoría de los países que generan las series que fascinan a los espectadores. Para explicarlo sin que suene a tratado de economía: en Estados Unidos se impuso el modo de producción del showrunner, y de ahí se extendió a otros países, método por el cual un guionista genera una idea y es ese especialista en el arte de narrar quien toma decisiones como casting, locaciones, etc. En otras palabras: afuera, el guionista manda. En nuestro país, en cambio, impera desde hace décadas la lógica de que quien decide es el productor, y el guionista debe adaptarse a ello. Esta inversión de roles implica que quien manda sabe cuánto dinero hay y cómo es mejor gastarlo, conoce los gustos de la audiencia, pero no necesariamente tiene idea acerca de cuál es la mejor forma de contar una historia.
El sistema de producción nacional posee dos contraindicaciones: termina por ser una trituradora de autores y las historias se vuelven demasiado repetitivas por falta de ideas. Prueba de lo primero es que Germán Maggiori, autor de El Tigre Verón, es un excelente escritor (suya es la muy buena novela Entre hombres), pero nada de su talento se percibe en los morosos capítulos de la ficción plagada de diálogos acartonados. Prueba de lo segundo es la tercera temporada de El marginal, que es casi idéntica a las anteriores (y también a Tumberos, de los mismos productores, solo que entonces también estaba Tinelli), y se convierte en una réplica que termina por resultar aburrida. Esto no tiene que ver con falta de presupuesto o de
recursos, sino con la elección de un método productivo, ego mediante, inadecuado para alcanzar resultados óptimos.
Las dificultades económicas de generar contenidos en un país pobre deberían traducirse en problemas de producción, es decir en presupuestos acotados y en una calidad técnica insatisfactoria. Si bien algo se percibe de la carencia de dinero en El marginal (es la tercera temporada que se desarrolla en la misma locación cerrada, cuatro si contamos Tumberos), en el Tigre Verón lo técnico (la fotografía, el montaje) es virtuoso. De hecho, resulta llamativo que en ambas ficciones se generan resultados disímiles si se ve o si se escucha. En lo visual todo (o casi) parece estar bien, mientras que en lo sonoro ocurre lo inverso. Las bandas musicales siempre fueron el talón de Aquiles de las producciones nacionales, pero la novedad en los últimos años son las actuaciones deficientes, que si solo se las escucha se puede percibir el modo en que se recitan parlamentos de memoria, y a veces incluso trastabillan. Es cierto que hay actores extraordinarios como Claudio Rissi o Alejandro Awada que saben dotar de infinidad de matices a sus personajes. Pero también es cierto que ese talento no abunda, o parece dificultarse alcanzar su punto máximo. Julio Chávez, un muy buen actor, no está bien en El Tigre Verón, su trabajo parece la imitación de lo que alguien alguna vez imaginó que podía ser un sindicalista. Nicolás Furtado genera una pobre caricatura con su personaje encarcelado en El marginal 3. Y el listado podría seguir.
La verosimilitud es otro punto débil. El ámbito sindical o el carcelario no parecen bien reflejados, uno porque solo se esmeran en mostrar lo ordinario o violento (lo ideológico brilla por su ausencia), otro porque, más que una cárcel, con sus tiendas en los patios, pareciera un circo. El lugar común (lo peor que puede pasar en una cárcel es el riesgo de una violación homosexual, por ejemplo) y el prejuicio (los malos carecen de lógica o moral propia) abundan. Nada resulta sorprendente, nada va más allá de lo que se puede imaginar de la ficción antes de verla. No hay seducción hacia el espectador que se permita ir más allá de mostrar alguna escena de sexo o un desnudo por capítulo a modo de satisfacer instintos onanistas. No se intenta analizar un tema. Y con esas carencias, a lo máximo que puede aspirar una ficción es a ser un chacinado más en la eterna fábrica de sacar chorizos.