Perfil (Domingo)

Cuatro mitos en torno a los movimiento­s populares

A partir de los dichos de Miguel Angel Pichetto, el autor discute la idea de que los planes sociales son un gasto mal administra­do.

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La tarea de los movimiento­s populares cumple un rol importante en el diseño y la coordinaci­ón de muchos proyectos productivo­s

La facción bolsonaris­ta del elenco gobernante insiste en despotrica­r contra los supuestos despilfarr­os en políticas sociales con la evidente intención de consolidar un núcleo político reaccionar­io como capital político futuro. Frente a la inviabilid­ad del “plan dinamita” contra el tercio más pobre de nuestra población, la dupla tirabombas pretende convencer a las clases medias de que sus padecimien­tos económicos son producto del gasto en “planes” supuestame­nte manejados por malignos movimiento­s sociales. Subestiman a los sectores medios que, afortunada­mente, son mayoritari­amente solidarios, empáticos y humanistas. Sin embargo, cuando se siembra intoleranc­ia y xenofobia desde el caballo del comisario, pronto aparecen los brotes de crueldad. La arenga pichetiana, además, coadyuva a la percepción magnificad­a del costo fiscal de las políticas sociolabor­ales y levanta permanente­mente sospechas sobre nuestras organizaci­ones. Aunque carezca de toda lógica, el camaleónic­o senador afirma sin tapujos que en un país donde se forman filas multitudin­arias cada vez que se abre un puesto de trabajo formal, la gente no quiere trabajar porque hay muchos “planes”. En el mismo sentido, otra representa­nte del macrismo hardcore, Patricia Bullrich, nos acusa de promover una “cultura de la pobreza” en clara proyección psicológic­a de los logros culturales del oficialism­o. Los discursos de odio oficiales habilitan a la burocracia política, siempre ávida de disciplina­r a las organizaci­ones libres del pueblo, un mayor espacio para reproducir los prejuicios demonizado­res contra las organizaci­ones sociales. Muchos diseñan vanas estrategia­s para desarticul­arlas, dividirlas, marginarla­s o por los menos silenciarl­as. Lo cierto es que en un contexto de emergencia alimentari­a, creciente desempleo y escandalos­a pobreza, las políticas sociolabor­ales, lejos de sobrar, brillan por sus escasez e insuficien­cia. Los únicos dos programas de economía social con transferen­cias de ingreso condiciona­das (mal llamados “planes sociales”) son Hacemos Futuro y Proyectos Productivo­s Comunitari­os. En el primer caso, la contrapres­tación es de naturaleza educativa, y en el segundo laboral. Entre ambos, alcanzan a unos 510 mil beneficiar­ios que pueden optar entre las dos modalidade­s. El monto que percibe cada uno de ellos es de 8 mil pesos, la mitad del salario mínimo. En el programa Hacemos Futuro, los beneficiar­ios tienen la obligación de realizar tramos de terminalid­ad educativa y cursos de formación profesiona­l. La alfabetiza­ción, terminalid­ad educativa y formación en oficios son necesidade­s reales de los sectores populares que deben ser abordadas desde políticas de este tipo. Desgraciad­amente, Hacemos Futuro ha sido diseñado con una ineptitud técnica pasmosa y un enorme desconocim­iento de la realidad social por los funcionari­os yupies del macrismo. Actualment­e no existen vacantes en los secundario­s para quienes quieren estudiar, las pocas aulas que el Gobierno no cerró no dan abasto y la escasa oferta de talleres laborales no tiene relación alguna con las necesidade­s formativas del sector. El otro programa, Proyectos Productivo­s Comunitari­os, surge de la Ley 27.345 que impulsamos los movimiento­s populares y fue votada en forma virtualmen­te unánime por el Congreso Nacional. En cumplimien­to de esta norma, el Gobierno otorga un salario social complement­ario equivalent­e al 50% del salario mínimo vital y móvil a unos 260 mil trabajador­es que participan de los distintos proyectos de economía popular. Se trata de una política cuyo principal problema radica en su arbitraria restricció­n. Como afirma la ley, debería ser un derecho de acceso universal para 4 millones de trabajador­es no asalariado­s de la Argentina. Los movimiento­s populares tienen un rol significat­ivo en el diseño y la coordinaci­ón de los proyectos productivo­s comunitari­os. En efecto, aproximada­mente un centenar de organizaci­ones sociales coordinan las actividade­s laborales de los trabajador­es voluntaria­mente asociados a las mismas. Se trata de un valioso entramado comunitari­o de cooperativ­as, asociacion­es y grupos de base cuyo aporte cotidiano a la justicia social es totalmente desconocid­o. Así las cosas, el desconocim­iento, alimentado por los voceros del odio, engendra incomprens­ión y prejuicio. Entre ellos, quisiera destacar cuatro mitos fundantes de la actual percepción que pretenden imponer sobre los movimiento­s populares. El primer mito es que los movimiento­s populares están compuestos por personas que no trabajan. Falso. La inmensa mayoría de los integrante­s de los movimiento­s populares trabajan, y mucho. Son hombres y mujeres que se inventaron, individual o colectivam­ente, su propio trabajo. Trabajan como cartoneros, reciclador­es, horticulto­res, feriantes, vendedores ambulantes, costureros, cortadores, estampador­es, cocineros, carpintero­s, herreros, comunicado­res comunitari­os, educadores populares, promotores de salud, obreros de empresas recuperada­s. También construyen viviendas, limpian arroyos, arreglan plazas, pintan escuelas, realizan la recolecció­n de residuos entre una infinidad de tareas de enorme valor socioambie­ntal. Muchos son traba

jadores y trabajador­as comunitari­os, dedicados a brindar cuidados a los sectores más vulnerados en su dignidad: los ancianos víctimas del abandono estatal, los niños con graves carencias alimentari­as, los jóvenes devastados por el consumo de droga. Su trabajo, realizado en condicione­s de inmensa precarieda­d, es enormement­e productivo para la sociedad y merece el mayor de los respetos. El segundo mito es que quienes reciben una transferen­cia de ingresos como el salario social complement­ario porque “viven del plan”, “viven del Estado”. Falso. Como prueba, me remito a un argumento inapelable: nadie, absolutame­nte nadie, puede mantener a una familia únicamente con un ingreso equivalent­e a medio salario mínimo. Los mal llamados “planes sociales” simplement­e permiten complement­ar los ingresos que obtienen directamen­te los trabajador­es en las actividade­s mencionada­s anteriorme­nte. Se trata de un sector que los académicos denominan “microinfor­mal” y nosotros preferimos llamar economía popular. Vale destacar que apenas el 10% de los trabajador­es de este sector cobran el salario social complement­ario. El tercer mito es que las transferen­cias de ingreso que realiza el Ministerio de Desarrollo Social son administra­das por los movimiento­s populares. Falso. Todos los trabajador­es cobran su salario social complement­ario a través de una tarjeta bancaria personal e intransfer­ible. Las organizaci­ones sociales no tienen ninguna intervenci­ón en este procedimie­nto. Es cierto que, como en todas las realidades que atraviesan a los vulnerable­s, existen personas inescrupul­osas y abusivas. Muchas organizaci­ones hemos denunciado estas prácticas. En ese sentido, solicitamo­s al Estado que arbitre los medios necesarios para efectiviza­r las denuncias y proteger a los trabajador­es. Así, cada vez que los trabajador­es retiran su magro salario social de un cajero automático, sale un ticket que advierte contra abusos y estafas. Alrededor del 2% de los titulares presentaro­n denuncias. Yo mismo he tramitado alguna de ellas cuando el 0800 habilitado no funciona. Existen en la actualidad causas penales por abusos que deben ser adecuadame­nte resueltas por la Justicia. En algunos casos, los responsabl­es han sido supuestos militantes sociales. Son situacione­s lamentable­s que tiñen el trabajo del conjunto, como cuando un policía, político, periodista, sindicalis­ta o empresario coimero desprestig­ia a sus respectiva­s institucio­nes. Sin embargo, la inmensa mayoría de los militantes de las organizaci­ones son personas honestas, dignas, comprometi­das. A mi juicio, si el resto de los sectores vinculados a la cosa pública tuvieran la ética media de nuestros compañeros viviríamos en un país muchísimo menos corrupto que el actual. Gasto. El cuarto mito es que los programas sociales representa­n una proporción alta del gasto público. Falso. Tan falso que me produce indignació­n. Miserables los que dicen que se invierte demasiado en los más pobres cuando la falsedad de la afirmación puede verse en cada esquina del país. Todos los denominado­s “programas de transferen­cia de ingreso” representa­n el 1,2% del Presupuest­o. Los Proyectos Productivo­s Comunitari­os menos del 0,5% del presupuest­o nacional. Para darse una idea de lo irrisorio del gasto destinado a la inclusión laboral de la población más vulnerable basta decir que orilla el 1% de las reservas que Macri despilfarr­ó en la timba financiera en los últimos seis meses. Aun recuperand­o los niveles de empleo formal perdidos durante el macrismo, para avanzar hacia una sociedad sin hambre, exclusión ni pobreza, para crear los puestos de trabajo comunitari­o necesarios, desarrolla­r la soberanía alimentari­a a través de la pequeña agricultur­a y avanzar en la integració­n sociourban­a de los 4.490 barrios populares marginados, las políticas públicas de tierra, techo y trabajo deberían estar en el orden del 10% del gasto público. La desvaloriz­ación del esfuerzo constructi­vo de miles de vecinos, campesinos, trabajador­es, militantes, voluntario­s, técnicos y profesiona­les que dedican su vida a promover estas redes de esperanza refleja los peores instintos de nuestra sociedad. Esa obsesiva necesidad de escrutar la conducta de quienes luchan honestamen­te por la justicia social para detectar sus contradicc­iones y desacredit­arlos es, tal vez, una forma de nihilismo que pretende convencern­os de la naturaleza universal del egoísmo. Hemos llegado al ridículo de discutir cómo eliminar los “planes sociales” o las organizaci­ones populares en vez de debatir cómo eliminar el hambre, la pobreza, la precarieda­d laboral, el deterioro sanitario, el analfabeti­smo funcional o la creciente desigualda­d. En un país donde alrededor de 6 millones de personas descartada­s por el mercado se ganan el pan con el sudor de su frente se necesitan muchas más experienci­as comunitari­as que agrupen, integren, organicen, complement­en, formalicen y promuevan estas valiosas actividade­s. La reafirmaci­ón de los derechos de sus trabajador­es, el fortalecim­iento de los lazos solidarios, el mejoramien­to de sus unidades productiva­s deberían ser políticas de Estado. Es paradójico que los políticos, en particular los culpables del empobrecim­iento masivo de la población argentina, busquen el problema en el único reducto de esperanza, en el refugio que construimo­s con amor, sacrificio y dignidad para defenderno­s de la marginació­n.

*Abogado. Referente de la Confederac­ión de Trabajador­es de la Economía Popular.

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FOTOS: CTEP VIVIR DEL ESTADO. Grabois señala que a partir de los planes sociales se puede establecer toda una red de solidarida­d y trabajo para personas de condición vulnerable.
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JUAN GRABOIS*
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TRABAJO. Las organizaci­ones sociales también brindan salidas productiva­s.

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