ESCRITURA ENMASCARADA
Honorio Bustos Domecq, Daniel Hernández, Silvia Niccolini, Pedro Pago, Flavio Gómez, Valeria Guzmán y James Alistair, entre muchos otros, podrían integrar una antología todavía no recopilada en la literatura argentina: la de los escritores de ficción, los nombres de pluma, de fantasía y de guerra que autores reconocidos adoptaron para firmar parte de sus obras. Cuando el nombre propio parece inconveniente, el seudónimo funciona en esos casos ejemplares como un recurso para preservar la identidad, y también para promover confusiones y malentendidos.
El seudónimo puede ser una firma ocasional o convertirse en un nombre de autor tan importante como el de quien lo inventó. Daniel Hernández y Emilio Renzi, entre otros, no son alias eventuales de Rodolfo Walsh y Ricardo Piglia sino sus álter ego, figuras autónomas que se vuelven complejas de definir al moverse entre la ficción y la realidad, como personajes y también como autores.
Como una especie de sombra, el seudónimo proyecta la imagen de un escritor de ficción capaz de opacar o por lo menos complicar al escritor real. Igual que Frankenstein, cobra vida propia. “Nosotros creamos ese personaje, Bustos Domecq, y mientras lo pudimos gobernar seguimos con él. Después se tornó ingobernable”, dijo Adolfo Bioy Casares a propósito del autor que inventó con Borges para firmar crónicas y cuentos policiales que pretendidamente combatían “el frío intelectualismo” del género.
Enmascarados. Si bien pueden ocupar el lugar del nombre propio –Marcos Ribak y Carlos Peralta, entre otros, fueron desplazados por Andrés Rivera y Carlos del Peral–, los seudónimos son una máscara que no cubre del todo el rostro de los escritores. Circulan como secretos a voces en el mundillo literario, y con frecuencia los propios autores los descubren. El caso de Sauli Lostal podría ser una excepción que confirma la regla.
Sauli Lostal fue el seudónimo con el que un escritor hasta ahora no identificado firmó El enigma de la calle Arcos (1932), “primera gran novela argentina de carácter policial” publicada primero por entregas en el diario Crítica y luego recogida en libro. El nombre podría ser un anagrama de Luis Stallo, “posiblemente un lector de Crítica que hace llegar su manuscrito a la dirección del diario” (Sylvia Saítta); o bien un seudónimo de Luis Diéguez, prosecretario de redacción de Crítica, y hasta del propio Jorge Luis Borges, según una hipótesis que lanzó JuanJacobo Bajarlía (otro aficionado a seudónimos) y quedó en suspenso pese al rechazo generalizado entre críticos literarios.
El desarrollo de la industria editorial y de las colecciones de literatura de género a partir de la década de 1930 fue una usina de escritores bajo seudónimo. El nombre falso resultó entonces un modo de ocultar la afición vergonzante por una literatura menor, un recaudo para resguardar el nombre de autor para las obras supuestamente mayores y una estrategia para crear en los lectores la ilusión de leer literatura anglosajona, según el verosímil de la época para el consumo masivo de literatura policial.
En la introducción a Diez cuentos policiales argentinos (1953), Rodolfo Walsh señaló que el público aceptaba ya que Buenos Aires podía ser el escenario de una intriga, pero los autores preferían cambiar sus nombres: Isaac Aisemberg fue así W.I. Eisen, Eduardo Morera se convirtió en Max Duplan y Roger Pla cambió su apellido por Ivness.
Eduardo Goligorsky llevó al extremo la adopción de seudónimos por los requerimientos de la industria. Entre fines de los años 50 y principios de los 60, según su testimonio, “un autor con oficio y con un razonable manejo de las claves del género podía satisfacer en una semana de trabajo las 128 páginas exigidas por una novela tipo”. Parte de la demanda era firmar con otro nombre.
Los seudónimos de Goligorsky (James Alistair, Ralph Fletcher, Burt Floyd, entre una docena de alias) se correspondían con los títulos de novelas en clave de thriller (La morgue está de fiesta, La muerte prefiere las rubias, Lloro a mis muertos), y para lectores confundidos o indiferentes pasaban como parte de la novela negra norteamericana. Si parecía difícil, Alfredo Julio Grassi superó esa marca con unos treinta seudónimos –Fred Seymour, el más frecuente– con los que abasteció a revistas de historietas, novelas para los kioscos y publicaciones de divulgación literaria. Antes de convertirse en el guionista de El Eternauta y otras historietas, Héctor Germán Oesterheld escribió cuentos infantiles para la editorial Codex. El banco en el que trabajaba le impidió firmar esos textos con su nombre, por lo que adoptó el de Héctor Sánchez Puyol, con el que publicó Eran tres amigos, El lago de las sorpresas y Beba y los piratas, entre otros libros; más tarde adoptó nuevos seudónimos, como Germán Sturgiss, Francisco G. Vázquez y Joe Trigger, entre otros.
En algún momento hay que confesar el secreto. “En los últimos años del peronismo yo hice unas novelas infernales que no son nada infernales, pero con las que vivía con el seudónimo de Pedro Pago. Esto creo que no lo sabe nadie. Eran novelas policiales, novelas policiales argentinas, con personajes argentinos”, recordó David Viñas en una entrevista, a propósito del ciclo narrativo compuesto por Chicho Grande, Chico Chico y Mate Cocido, tres relatos publicados en 1953 por la Editorial Vorágine.
A la manera de una sombra, la escritura con seudónimo cuenta una contrahistoria de la literatura, pródiga en hallazgos y experimentaciones que ensanchan la libertad creativa. Con un panteón tan rico como el escrito con nombre propio, trazamos un recorrido por los principales nombres de pluma imaginarios.