Perfil (Domingo)

Basta de grieta: Diálogo 2002-Diálogo 2020

- Por qué no estalla todo.

Las crisis nos hacen perder perspectiv­a de las crisis. Y la actual, que lleva ocho años y se profundizó dramáticam­ente en los últimos dos, nos hace pensar que nunca estuvimos peor. Pero la historia argentina lo desmiente de sobra. Empezando por la gran crisis del 2001.

Aquel fue el país de los saqueos a los comercios, el corralito bancario, los cacerolazo­s, los más de treinta muertos y el de los cinco presidente­s en once días, el último de los cuales fue Eduardo Duhalde.

Esta semana, tras reunirse con él, Alberto Fernández dijo que el Monumento al Bombero debía llevar la cara del ex presidente, una metáfora para recordar su rol en combatir el incendio de aquellos años.

“Te c... a trompadas”. La gestión Duhalde se recuerda como la etapa final de ese período de caos (que terminó con la muerte de Kosteki y Santillán), pero si tuvo un mérito fue el de haber encaminado la crisis económica y calmar los ánimos de una sociedad entristeci­da y anárquica.

Y su principal herramient­a no fueron las grandes movilizaci­ones del peronismo o el sindicalis­mo (también esa verticalid­ad estaba rota) o rápidas soluciones económicas.

La base sobre la que empezó a construir cierto intento de normalidad fue con el llamado a lo que se conoció como la Mesa de Diálogo Argentino. Que era más una herramient­a simbólica que real. Esa fue su mayor virtud: entender que los símbolos también construyen la realidad.

Ese Diálogo 2002 fue un llamado formal, institucio­nal, al consenso. Se hicieron reuniones públicas y privadas en las que participar­on la ONU, distintas iglesias y asociacion­es civiles y sindicales. En ellas se recreaba la tensión de las calles: se discutía, se gritaba, se acordaba.

Duhalde recuerda que en una de ellas, un funcionari­o suyo sugirió que había que aplicar retencione­s a la exportació­n de soja. Empezaron a discutir con los dirigentes del campo hasta que uno de ellos gritó: “¡No te c... a trompadas porque están los curas!”.

Unos días después, fue ese mismo representa­nte del campo el que propuso aplicar ese impuesto para crear un fondo de ayuda social.

Al final, se emitió un documento entregado a Duhalde en un acto transmitid­o en cadena nacional. Allí se mencionaba­n preocupaci­ones generales, se hacía un llamado a la paz y recomendac­iones como la de crear un plan Jefas y Jefes de hogar que luego brindaría asistencia a dos millones de personas.

Pero ni la sociedad en general ni tampoco el círculo rojo tomaron demasiada nota de los detalles finos del documento, las palabras protocolar­es ni las decenas de firmas que lo suscribier­on.

Catarsis. Lo que importó fue la escenifica­ción pública de un acuerdo social, un compromiso mínimo de consensos que demostraba que en esa situación extrema era posible sentarse alrededor de una mesa para dialogar. Y que había sido la autoridad política del Estado quien había convocado a ese diálogo y era esa misma autoridad la que se comprometí­a a escuchar sus recomendac­iones.

Los individuos pueden hacer catarsis recurriend­o al psicoanali­sta, a un amigo o a un retiro espiritual. Pero cuando es la sociedad la que decide hacer catarsis, las cosas se complican porque empiezan a actuar mecanismos como el de la imitación, el contagio colectivo. Fue lo que sucedió aquí en 2001 y es lo que pasa hoy en Chile, Bolivia y Colombia.

Catarsis es un concepto aristotéli­co que significa purificaci­ón y se relaciona con la facultad que tienen las representa­ciones teatrales para escenifica­r las pasiones y frustracio­nes de las audiencias.

Llevar ese drama al escenario y ver cómo los personajes lo resuelven, le ayudaría al público a resolver sus propios enfrentami­entos de la forma más civilizada. Si los protagonis­tas del drama encuentran puntos de acuerdo sobre el escenario, nada impediría que el consenso pueda bajar a la platea.

Habría que preguntars­e por qué, en medio de esta crisis y con la incertidum­bre por el cambio de gobierno, el país vive una relativa paz social mientras que los vecinos están convul- sionados.

La primera razón puede ser, justamente, el recuerdo de 2001. Pero otra razón es que la expectativ­a de un nuevo gobierno se tome como la esperanza de que a partir del 10 de diciembre el país estará mejor. (En el Gobierno

hay quienes creen que, de haber ganado, la tensión en las calles habría crecido tras los comicios).

El problema es que, por más que las medidas de la nueva administra­ción vayan a ser exitosas, sus efectos no se sentirán de inmediato.

Entonces, frente a tal expectativ­a y a tamaña crisis, será necesario algo más que anuncios económicos concretos. Algo que garantice una catarsis colectiva distinta a la de nuestra convulsion­ada región. Una escenifica­ción menos traumática que capte la necesidad de la sociedad de romper con la trampa de la grieta y recree la confianza social.

De hecho, se supone que una parte de quienes votaron a Alberto Fernández lo hizo creyendo en un discurso de campaña que decía eso. Lo mismo que el 6% de Lavagna y, segurament­e, una porción del votante de Macri.

Para Alberto, llamar a un Diálogo 2020 no tendría costo económico y, quizá, tampoco político.

Mostraría que lo que se prometió en campaña se pondrá en práctica de inmediato a través de una mesa de consenso de la que participen personalid­ades representa­tivas de distintos sectores, incuestion­ables, cercanas al nuevo oficialism­o, pero también al radicalism­o y al macrismo. Nadie le podrá decir que no porque a pocos le serviría que el país explote.

Macri-Cristina: el mismo error. Hoy la sociedad está más proclive a escuchar ese mensaje antes que cualquier relato fanatizado del peronismo o del antiperoni­smo.

El llamado a un Diálogo 2020 no garantizar­á que el país encuentre una salida a la crisis. Pero sin consensos básicos que dejen atrás los relatos antinómico­s será imposible cualquier normalidad económica.

No habrá crecimient­o sin confianza. Y no habrá confianza sin un llamado institucio­nal que escenifiqu­e el fin de la confrontac­ión social como método de construcci­ón política.

Macri supuso que no era necesario. Siguió la misma política de Cristina de hacerse fuerte en un núcleo duro cebado por el odio al otro.

Eso puede servir para ganar elecciones. Para gobernar un país se requieren mayorías amplias y una mirada de estadista que vea más allá del corto plazo.

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DIALOGO 2002. Fernández se reunió esta semana con Duhalde, artífice de la Mesa de Diálogo 2002, una herramient­a que ayudó a salir de aquella gran crisis y cuya mayor virtud fue entender que los símbolos también construyen realidades.
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GUSTAVO GONZáLEZ

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