Desarmar el club de la pelea política
Los estallidos callejeros en países de la región y la sucesión presidencial en el país son dos situaciones diferentes pero igualmente desafiantes: el diálogo no solo es un imperativo ético; es una necesidad social.
El 9 de diciembre próximo se cumplirán 15 años de la creación de la Comunidad Sudamericana de Naciones, que andando el tiempo se convertiría en la Unasur. La fecha no fue elegida al azar. Ese día se conmemoraba el 180º aniversario de la batalla de Ayacucho, que fue el último gran enfrentamiento de las guerras de independencia hispanoamericanas significó el final definitivo del dominio español en América del Sur.
Allí, en Perú, se reunieron los jefes de Estado de las diez naciones sudamericanas y formalizaron la integración política, social, cultural y económica en el acuerdo de mayor envergadura a nivel regional llevado a cabo hasta hoy.
Como presidente de la Comisión de Representantes Permanentes del Mercosur me tocó llevar adelante el
yproceso de unidad que culminó aquel 9 de diciembre. Fue una de las tareas más apasionantes que llevé adelante en mi extensa carrera política. Los países del Mercosur proyectábamos nuestra experiencia lanzándonos a una aventura mayor, siguiendo el ejemplo de la vieja Europa y un mandato histórico que viene desde nuestro origen libertario: la Patria Grande.
En un momento tan crítico como el que vivimos actualmente en nuestra región es importante reflexionar en torno de aquella experiencia –hoy frustrada– que iniciamos en el Cuzco. Aquel proceso de unidad se fundaba en un principio básico, que lo hizo posible: la unidad de las naciones hermanas está por encima de las diferencias ideológicas que imperen en cada país. La unidad no se subordina a un pensamiento político. Con ese criterio nos unimos las diez naciones a partir de una experiencia de diálogo franco entre hermanos.
Pero la ideología metió la cola. Y con ella los enfrentamientos. La Unasur se convirtió, lamentablemente, en el Club de la Pelea y desperdiciamos una oportunidad histórica. Las diferencias ideológicas de los dirigentes imperaron por sobre los intecomunes de los países y de los pueblos.
La pelea está en el centro, en el corazón del drama latinoamericano. Sus consecuencias son terribles: se pierden de vista los objetivos generales, la visión del mundo real se obnubila, las facciones en lucha se colocan por encima de los intereses populares. Parece fatal, pero sin dudas no lo es. Las cosas podrían ser muy diferentes si primaran el sentido común sobre la insensatez y el pensamiento solidario frente a la pequeñez egoísta de las egolatrías.
El ejemplo europeo es iluminador al respecto. Pueblos enfrentados en guerras ancestrales y recientes, con más de 40 millones de víctimas, se unieron para enterrar ese pasado de enfrentamientos y sellar la paz que permitiera el desarrollo armónico de los países y los pueblos. Así, Europa se alzó sobre sus ruinas y se reconstruyó en Estados donde la convivencia y el bienestar son el común denominador.
Hoy vivimos, en nuestra región, un momento de crisis agudas de distinto orden. En Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Chile, Bolivia y Argentina, los enfrentamientos internos imperan y provocan el debilitamiento de la gobernanza y el deterioro crecienreses