“Alcott escribió movida por el deseo”
Mujercitas fue para mí lo que, imagino, fue el manifiesto comunista de Marx y Engels para los jóvenes ingleses de 1848. Una conmoción.
Lo leí a los 9 o 10 años, estupefacta. La moral puritana de Mujercitas le dio sustancia y cuerpo a mi espíritu, le dio concepto e ideología al profundo horror que representaba para mí el way of life revolucionario de mi familia. Fue mi libro de autoayuda, mi novela de formación.
Cuando años más tarde supe que Louisa May Alcott se había criado en una comunidad utópica à la Fourier, que leía a Platón a los 11 años, que se había alimentado de avena como yo de pizza con muzzarella y que la chimenea de su casa rara vez tenía leña, entendí por qué me había conmocionado tanto.
¿Por qué el fuego de la chimenea de Jo March, la heroína, llamea y resplandece como ningún otro fuego de la literatura? ¿Por qué los panes que la familia March regala a los Hummel, unos pobres inmigrantes alemanes, huelen tan exquisitos como ningún otro pan de la literatura? ¿Por qué el corte de pelo de Jo es el corte de pelo más llorado de las historias de muchachas?
Porque Louisa May Alcott hizo ficción con material imaginado, no con material proveniente de la vida real. Ella fundó el género hogareño sin conocer jamás un hogar verdadero. Escribió “movida por el deseo”, como el slogan feminista. Su fuego es ilusorio, sus leños falsos, los panes de utilería, el pelo una peluca, el hogar una fantasía. En la novela, estos elementos dramáticos lanzan destellos extraordinarios, brillan de modo sobrenatural porque son fuegos y panes y pelos provenientes del mundo iridiscente de la pura ficción.
Hasta sus Mujercitas son mujercitas irreales porque ella, según escribió en sus diarios íntimos, escondía un alma de varón tras su delantal de costura, como su personaje Jo.