El juez más polémico Claudio Bonadio, símbolo de Comodoro Py
Un magistrado que era de armas tomar
Son doce. Doce jueces para controlarlo todo. Doce jueces y nada más que doce. En lo formal, jueces nacionales en lo criminal y correccional federal con asiento en la Ciudad de Buenos Aires. Tienen la competencia y la obligación de investigar y perseguir los delitos federales, como el narcotráfico, la falsicación de documentos públicos, las estafas contra el Estado Nacional y, por supuesto, lo más trascendente para ellos, los hechos de corrupción de los funcionarios públicos y de los privados que corrompen a los funcionarios públicos. Doce, dijimos. Solo doce. Ningún otro juez del país puede meter preso a un ministro o a un secretario de Estado que se haya robado la caja pública. Son casi mil los jueces nacionales, pero solo ellos, Los Doce, concentran la misión y la responsabilidad de indagar en la honestidad de los máximos dirigentes políticos del país. Si algún funcionario público se roba un expediente o un Ministerio entero, será uno de esos doce jueces el encargado de investigarlo y de intentar probar su delito y de meterlo preso. En el inmenso universo del Poder Judicial hay jueces civiles, comerciales, jueces para atender contravenciones menores, jueces para lidiar en los conflictos entre empresas, para resolver los entuertos laborales, hay jueces para todos los conflictos humanos posibles. Pero solo doce tienen la facultad de investigar al poder central. Solo ellos tienen la potestad de aplicar la vara moral dentro del Estado de un país que arrastra una inusitada crisis en su escala de valores y códigos.
Rodolfo Canicoba Corral, Claudio Bonadio, Ariel Lijo, Daniel Rafecas... y por supuesto, María. Algunos son muy conocidos por la mayoría de los argentinos, otros no tanto. La influencia que ejercen es, casi con seguridad, excesiva.
Vamos ahora a iniciar un viaje. Hacia el corazón de esa pedazo de la Justicia de la que se habla más de lo que se la conoce. Hacia ese rincón del país que no alcanza a ser iluminado, pese a que sus protagonistas se han ido acostumbrando a ser nombrados en las tapas de los diarios, en la tele, en las radios, en los medios digitales, en las redes sociales. (...)
En la década del 90 hubo una manera de llamarlos. Eran Los jueces de la servilleta. El nombre salió del ingenio del ministro de Economía, Domingo Cavallo, cabeza visible de una de las dos posiciones que se habían lanzado a la guerra de guerrillas dentro del propio gobierno. Cavallo se enfrentaba con furia al ministro del Interior, Carlos Corach, y denunció que su archienemigo le había anotado en una servilleta los nombres de los jueces federales que le respondían. Eran casi todos, por supuesto. Uno de los nombres más obvios era el de Claudio Bonadio. Fortachón y de pelo largo, con campera de cuero y aspecto motoquero, Bonadio había llegado a Comodoro Py directamente desde la Casa Rosada. Su trabajo anterior había sido el de secretario de Legal y Técnica de la Casa Rosada, a las órdenes del mismísimo Corach, de quien nunca llegó a desligarse. De pasado peronista, ligado a las huestes de la derecha más salvaje, Bonadio era un hombre de armas tomar y pronto haría gala de sus mañas y de su temperamento. Su historia intenta ocultar ese episodio del que se habla en voz baja por si las dudas. El 28 de septiembre de 2001 viajaba en su Audi negro junto a un amigo por la zona de Villa Martelli. Iban a comerse un asado a la quinta de un conocido, estacionaron el auto y cuando se bajaban fueron sorprendidos por dos muchachos que tenían la mala idea de robarles.
El juez Bonadio no dudó un segundo. Metió la mano derecha dentro de su campera, sacó de su cinturón su vieja y querida Glock calibre 40 y los reventó a balazos. Un disparo le partió el cuello a uno de los ladrones y lo mató al instante. El otro intentaba girar para escapar cuando recibió seis disparos, cuatro de ellos en la espalda. No había que ser experto en criminalística para saber que esos disparos en la espalda
En El libro negro de la Justicia, el periodista Tato Young ilumina los recovecos de los tribunales de Retiro, emblema del “partido judicial” que tuvo al magistrado que acaba de fallecer como una de sus figuras centrales. Y Sinceramente le permite destilar a Cristina Kirchner todo su desprecio hacia “el juez de la servilleta” que le inició varias causas por corrupción de alto impacto.
podían generarle muchos problemas al juez. Eran la prueba de que el infeliz estaba intentando escaparse. La leyenda de esa noche improbable cuenta que Bonadio debió llamar a un comisario amigo, Jorge “El Fino” Palacios, para que enmendara cualquier dato peligroso del sumario policial. Así pudo eludir cualquier inconveniente.
Bonadio fue uno de los jueces más leales del menemismo. Pagó con impunidad a los gobernantes que lo apadrinaron. También le iba a hacer muchos favores al kirchnerismo, hasta que la relación se rompió y entonces fue por todo. Pero para eso falta todavía un largo recorrido. (...)
Pero tras la muerte de Néstor Kirchner en 2010, el poder central comenzó lentamente a reconfigurar sus alianzas y complicidades, y los delegados de la SIDE en Comodoro Py comenzaron a ser corridos por otros actores menos eficientes para la cobertura de impunidad. El año de la eclosión fue 2012. Jaime Stiuso dejó de recibir encargos de la Presidencia y comenzó un enfrentamiento definitivo con Cristina. Darío Richarte debió volver a su lugar de abogado a secas y sus municiones para defender a sus clientes, entre los que estaban los principales funcionarios públicos sospechados, se limitaron a los argumentos jurídicos, de baja incidencia en los tribunales federales. Incluso Javier Fernández, el simpático hijito de María, habitante permanente de los pasillos de Comodoro Py, dejó su lugar a nuevos funcionarios de la SIDE y a un puñado de inuyentes de bajas calorías del Ministerio de Justicia. No importan los detalles, en todo caso. No aquí y ahora. Lo que verdaderamente interesa es que los jueces se empezaron a sentir liberados de las presiones con las que venían conviviendo por años y en cambio, percibieron que en el país empezaba a emerger una voz, cada vez más persistente, en la opinión pública, que reclamaba el fin de la era de la simulación.
El juez Rafecas fue el primero en romper el cerco. A pedido del fiscal Carlos Rívolo, decidió indagar en las miserias del vicepresidente de la Nación, Amado Boudou, al que todos los indicios mostraban comprando a través de testaferros la empresa que imprimía los billetes y cheques oficiales, Ciccone Calcográfica.
Rafecas llegó a mandar a las fuerzas de seguridad a la torre de cristal donde vivía Boudou en Puerto Madero. El sacudón, el primero de varios, provocó la ira de Cristina Kirchner y todos sabemos lo que esa ira era capaz de hacer. Cristina decidió expulsar al procurador general
de la Nación, Esteban Righi, al que tenía apuntado como padrino responsable del juez Rafecas. Pero en vez de solucionar su problema, Cristina lo profundizó. Con el correr de los meses Righi fue reemplazado por Alejandra Gils Carbó, fiscal general que pretendió defender al Gobierno con la quirúrgica e inútil tarea de asignar fiscales amigos en los lugares adecuados. Gils Carbó solo logró terminar de sacar del juego a los que habían garantizado la impunidad durante tantos años.
El segundo en quebrar la Era de la Simulación fue Bonadio, quien poco a poco iba a ganarse el odio de Cristina Kirchner y en los años por venir iba a presionarla hasta más no poder con llamados a indagatoria para ella y sus hijos. Cristina llegó a recordar el pasado “pistolero” de Bonadio durante una cadena nacional. Nada dijo sobre el acuerdo con el que había llegado Fredy Lijo, el simpático hermano del juez, para que Bonadio salvara al superministro Julio De Vido de las acusaciones que hizo durante el juicio por la tragedia ferroviaria de Once, que en 2012 mató a 52 personas.
Entre los pocos que siguieron amarrados al Gobierno quedaron Oyarbide y Canicoba. Oyarbide porque ya estaba jugado, se movía como quien no tiene nada que perder y había salido hacía rato de su armario personal. Canicoba porque se había prometido conseguirle un juzgado para su hijo Emiliano, lo que finalmente logró en la justicia federal de San Martín luego de una negociación más abierta que secreta con el nuevo secretario de Justicia, Julián Alvarez. Emiliano Canicoba Corral, aunque tenía sus años de experiencia en Tribunales, consiguió así su puesto de juez federal de la Nación. Como moneda de cambio, su papá archivó una investigación de años contra el empresario del juego Cristóbal López, uno de los mimados de Cristina que administraba las máquinas tragamonedas del Hipódromo de Palermo. Todo se podía hablar en Comodoro Py. Todo. (...)
Durante los primeros meses del gobierno de Cambiemos, los juzgados federales vivieron lo que nunca: un vacío inquietante de operadores políticos.
Jaime Stiuso, Javier Fernández y Darío Richarte andaban ocultos nadie sabía dónde.
Julián Alvarez y Juan Carlos Mena y los otros delegados del tiempo final de Cristina ya no tenían nada para ofrecer.
El gobierno de Macri, por lo menos al principio, decidió no mandar a nadie para visitar los despachos de Comodoro Py. Le pudo haber tocado al Tano Angelici, que por algo seguía manejando los destinos y los palcos de Boca, pero una dirigente central de la alianza de gobierno, Elisa Carrió, se ocupó de pedir en público que Angelici se alejara para siempre de esos pasillos. “O es Angelici o soy yo”, declaró Lilita, terminante. Lo que en principio era una grata noticia, no lo era del todo.
Los Doce jueces y los fiscales federales llevaban años administrando su poder en permanente intercambio y mediación con los políticos. Es cierto que era una relación promiscua, que no todos los jueces la disfrutaban ni le sacaban provecho, pero era la única relación que conocían. Los Doce estaban acostumbrados a hablar con algún enlace con la Casa Rosada que les marcara el rumbo o al menos que los escuchara en sus dudas y dilemas. De eso se había tratado durante tantos años. ¿Y ahora?
Para empezar, los juzgados estaban recargados con cientos y cientos de expedientes que se habían abierto contra los funcionarios de los Kirchner. Denuncias de 2008 contra Cristina y Amado Boudou. Denuncias de 2008 y de 2009 contra Julio De Vido, Lázaro Báez, Amado Boudou, Ricardo Jaime y tantos otros. Denuncias de 2010, de 2011. Contra ministros, secretarios de Estado, legisladores. Todos estaban caratulados en algún expediente. Con los procesos en plena tarea de construcción, a los que se podía acelerar de un momento a otro. Aún sin letristas de otra parte, los Doce sabían o intuían que el cambio de gobierno suponía también una reformulación de la época. Sabían que el humor social, antes desinteresado por los hechos de corrupción, ahora reclamaba soluciones concretas de parte de la Justicia.
Varios de los jueces se decidieron a reactivar los expedientes que parecían hundidos en la Historia. Hubo llamados a indagatoria, procesamientos, allanamientos y más medidas que generaron al menos la sensación de que algo fuerte estaba ocurriendo. El sábado 2 de abril de 2016, el juez Julián Ercolini mandó detener a Ricardo Jaime, quien había sido el secretario de Transporte de Néstor y Cristina Kirchner y acumulaba el récord de procesamientos por cobrar coimas, comprar trenes con sobreprecios y hasta una condena en Córdoba, su provincia, por intentar borrar pruebas de sus tropelías.
Tres días más tarde, Sebastián Casanello mandó detener a Lázaro Báez, el testaferro, socio, amigo y cómplice de los Kirchner. A Lázaro lo habían empezado a investigar cinco años antes, pero su suerte se acabó, no por pericia de la Justicia, sino cuando trascendieron imágenes de una financiera, La Rosadita, donde se veía a sus hijos y a sus socios contando fajos y fajos de dólares que iban a ser sacados del país. ¿Lázaro hubiera terminado preso si no trascendían esas imágenes?
Claudio Bonadio, el más temperamental de todos, ya se había puesto denitivamente enfrente del kirchnerismo y decidió ser el primero en avanzar contra Cristina.
Empezó con una causa dudosa sobre una operación financiera llamada “Dólar a futuro” y la llamó a prestar declaración indagatoria. La citación generó una movilización de militantes entre rabiosos y confundidos frente al edificio de Comodoro Py. Parecía mentira. Esa mole de cemento acostumbrada a la soledad de la zona portuaria, se convertía ahora en un punto neurálgico de la vida política argentina. Los procesamientos se acumularon. Los periodistas íbamos contando uno tras otro los avances judiciales con el entusiasmo de quienes observan el renacimientode un cadáver prodigioso. ¿Pero era real lo que veíamos? Procesaron a Cristina, a De Vido, otra vez a Cristina. (...)