Perfil (Domingo)

En el nombre del padre

- LAURA ISOLA

Si Giusseppe el zapatero, el tango en que Gardel cantaba la vida del inmigrante italiano de clase trabajador­a que a cada golpe en la suela iba modelando el sueño de “m’hijo el dotor”, mezclado con el cansancio y la vida sacrificad­a, es una punta de la soga de las amarras de los barcos que llegaron a la Argentina a fines del siglo XIX, Augusto Ferrari, el pintor, arquitecto, fotógrafo y padre de León Ferrari, está justo en otro extremo.

El problema no es de clase ni de títulos: zapatero versus artista. Ni tampoco es la indecorosa forma del enfrentami­ento, ya que sacrificio no le faltó a ninguno de ellos. Lo que demarcan estos dos sujetos, uno ideal y tipificado y el otro genial y de carne y hueso, es la gama, no muchas veces extendida, de los inmigrante­s italianos que arribaron al puerto de Buenos Aires.

Abanico que va desde el campesino que se instala en la gran ciudad americana hasta la importante corriente de artistas y arquitecto­s del norte de Italia que llegan durante el período 1895-1914. A Augusto Ferrari pareció no importarle nada de esto y estaba más interesado en producir

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extraordin­arios acontecimi­entos artísticos que se pueden listar como: las pinturas en San Miguel y el Divino Rostro, la gran iglesia de Capuchinos en Córdoba, los panoramas, las fotos de los terrenales hombres y mujeres anónimos y de sus parientes que usaba como modelos para futuras divinidade­s, entre otros.

Esa despreocup­ación por la falta de reconocimi­ento tuvo su merecida reparación. La historia que los unía, imaginaria­mente, los separa y los ubican en estantes distintos de la cultura popular. Porque si para el primero hay un tango, el segundo tiene un libro, Augusto C. Ferrari. (1871-1970) Cuadros, panoramas, iglesias y

y una casa taller que comparte con su hijo.

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CEDOC PERFIL FERRARI. La gran iglesia de Capuchinos, Córdoba.

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