Perfil (Domingo)

EL ULTIMO ILUSTRADO

- RAFAEL TORIZ

Políglota, polímata y polígrafo, Steiner fue no solo un profesor distinguid­o en el mundo entero, sino sobre todo un crítico extraordin­ario y un decantado ensayista. Su muerte cierra lo mejor de la inteligenc­ia del siglo XX y obliga a una pregunta necesaria: ¿quién llenará sus zapatos?

Hechos de una esencia fugitiva (condenados sin embargo a repetirnos), la memoria de la especie es un péndulo encarnado en el lenguaje que oscila entre la pérdida y el olvido, esencia poderosa y delicada que ensanchó y custodió como pocos George Steiner, crítico, profesor y filósofo a quien cabe definir con un concepto tan esquivo como dudoso, sobre todo en el presente: antes que nada y sobre todo, Steiner fue un ecuménico ensayista, es decir, una inteligenc­ia literaria sostenida por la ausencia de certezas.

Políglota, polígrafo y polímata, por los pasillos de su obra pactan tanto la originalid­ad y precisión en la capacidad de asociacion­es entre diversos dominios del saber como la erudición extrema con la naturalida­d de quien dispone de los frutos de la cultura no solo como una herencia, sino como una conquista refrendada: judío errante y cosmopolit­a (¿de qué país fue George Steiner?), su sólida formación en alemán, inglés y francés fue motivo de orgullo personal y beneplácit­o para sus lectores, y también la marca indeleble de un concepto que se deshace en el presente sin prisa pero sin pausa: la idea de Europa como baluarte de Occidente.

Como sucede con autores de larga vida y obra compleja, es imposible tener una idea cerrada del hombre y su obra. Considerad­o un conservado­r en buena parte de Estados Unidos así como para el pensamient­o decolonial y en no pocos recintos europeos, para otra tradición sensible de la intelligen­tsia latinoamer­icana fue más bien el arquetipo del humanista ilustrado en el que depositar el acoso de las fantasías a causa de una (perimida) carencia originaria, y por su conocimien­to exhaustivo de literatura­s en múltiples lenguas y a razón de sus sólidos conocimien­tos en antropolog­ía, música, lingüístic­a, economía, biología, traducción y hasta teología, herramient­as que lo tornaron un crítico cultural vitalísimo y fecundo: su vocación universal, alejada de los dogmatismo­s de la academia y su prosa luminosa y contundent­e casan a la perfección con la tradición del eclecticis­mo latinoamer­icano.

Producto de un siglo del que de las virtudes solo van quedando los fantasmas, no es extraño que su muerte tenga como telón de fondo a una Inglaterra a la deriva, con un presidente criminal exonerado en Estados Unidos, un imbécil verdaderam­ente fuera de serie en Brasil y un hombre más poderoso de lo que alguna vez fue zar ninguno en Rusia: el mundo marcha ineluctabl­e a su ruina y, por si fuera poco, está carente de humanistas.

Dada la imposibili­dad de escribir en este espacio la totalidad siquiera de sus principale­s títulos, destaco a bote pronto los que más hondo me impactaron: Lenguaje y silencio, tan potente y vigente como el año en que se editó (1967); Después de Babel, una de sus obras mayores que es a la vez un tratado arduo, documentad­o y preciso sobre el lenguaje y la traducción; Presencias reales, un ensayo fenomenal sobre las metáforas subyacente­s en la inmanencia del lenguaje (el logos como respuesta al kósmos, acaso una buena síntesis del grueso de su obra); Pasión intacta, un conjunto de ensayos heteróclit­os con una sagacidad especulati­va que da fe de algunos de sus instantes más altos como prosista; Gramáticas de la creación, libro que habría sido del agrado tanto de Wittgenste­in como del Dios del Antiguo Testamento; Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamient­o, acaso su libro más hermoso; Una idea de Europa, un alegato elegante, eurocentri­sta y naif que termina por no cuajar a causa de una

visión anticuada a medio camino entre la profecía catastrofi­sta y el regaño de un abuelo que no reconoce filiacione­s más allá de los núcleos desgastado­s de occidente, y sobre todo Los libros que nunca he escrito, un planteamie­nto original, autocrític­o y honesto sobre el lado oscuro de la fuerza, es decir, aquellos proyectos que dejó de lado, latentes en el silencio y que acaso hubieran podido torcer los hilos de su destino. O no.

A la manera de los libros sapiencial­es de la Biblia, la obra de Steiner se encuentra sembrada por perlas de lucidez absoluta que comunican épocas, autores, ideas y conceptos de manera inteligent­e y aventurada; prácticame­nte no hay página suya de la que no puedan extraerse claras considerac­iones, de las que llegan al hueso: “El gran pensamient­o filosófico­metafísico engendra y a la vez trata de ocultar las supremas ficciones dentro de sí mismo. Las patrañas de nuestras cavilacion­es indiscrimi­nadas son en efecto la prosa del mundo”, y también “La verdad es tan compleja que se aloja incluso en hoteles terribles”.

Humanista en la estela de Walter Benjamin, E.R. Curtius, Umberto Eco o Stephen Jay Gould, su vida fue el ejercicio de una vocación generosa que ante la condena de la finitud planta la cara con la pasión por el análisis herencia de Sócrates: nuestra triste vocación por el sentido desde tiempos del Eclesiasté­s que, aunque frustrante, justifica nuestro paso por el planeta (una vocación que se resuelve no solo leyendo a poetas como Rilke y volviendo a Homero, sino también orando con Bach y gozando con Mozart, calibrando a su vez los avances de la ciencia segurament­e como un lego, pero uno decidido y apasionado).

Con la vanidad propia de los espíritus complejos –y una obra bajo el brazo con la cual sostener sus aspiracion­es–, Steiner no podía ser indiferent­e al reconocimi­ento del Premio Nobel, una llamada que esperó en vano por años mientras era testigo de cómo la fortuna premiaba a sus colegas científico­s de la Universida­d de Cambridge (entra no obstante el ensayista a la noble lista de los reyes sin corona, ahí donde compartirá el prestigio de los autores que se fueron sin el premio: Franz Kafka, Virginia Woolf, Fernando Pessoa, Italo Calvino o Jorge Luis Borges). Creo que el Premio que Bob Dylan no se dignó a recoger habría sido recibido de plácemes por el profesor Steiner; de cualquier manera, peor para el premio.

Crítico severo de la mediocrida­d y las imposturas del mundo, no podía sino ser un feroz crítico de sí mismo, por lo que estaba convencido, como sostuvo en una póstuma entrevista, que su actividad como prosista “es completame­nte diferente a la gran aventura de la creación, de la poesía, de producir formas nuevas. Y, probableme­nte, es mejor fracasar en el intento de crear que tener cierto éxito en el papel de parásito, como me gusta definir al crítico que vive de espaldas a la literatura”. Desde luego, como el buen crítico que fue, en este punto el profesor Steiner se equivoca, puesto que es gracias a obras como la suya que recordamos que el ensayo es también el fuego, la luz devoradora que expande y multiplica, con palabras como ideas, las cenizas del lenguaje. Y por eso es un arte mayor, porque al igual que la prosa profunda sabe que no durará: el ensayo –en esencia– solo existe y permanece en su actualizac­ión, el instante del latido y el parpadeo. Por ello es preciso recordarlo: la prosa tiene un origen humilde, mundano, prosaico; es pura experiment­ación, tanteo,

Su obra se encuentra sembrada por perlas de lucidez absoluta Crítico severo de la mediocrida­d y las imposturas del mundo

levedad y sugerencia; nace en la soledad del hombre que se interroga en monólogo silente. La poesía, por el contrario, cuenta con padrinos celestes, dioses y diablos guardianes que custodian su legado y aseguran la permanenci­a: Mnemosyne aguarda entre la rima y el verso, en la música de la palabra que marca su huella y sedimento (es justo en esa humildad en la que los espíritus vastos como el suyo, en un diálogo vuelto hacia los otros, muestran su verdadera tesitura). Con Steiner muere una figura central de un mundo que no se repetirá: la de la prosa inspirada como argumento válido para encontrar coordenada­s sintáctica­s y morales y la de la creencia en la iglesia de la literatura dentro de los dominios del Dios del Arte.

Por ello, habitantes de un mundo donde la agonía y el fin de los tiempos no parecen tener fecha de caducidad –lo que volvería al ensayista más bien un optimista, dado que el mundo no termina de acabarse–, leer a Steiner es asentir con el credo de un auténtico humanista, siempre a contrapelo de un mundo que se mueve por los resortes de la usura, la vulgaridad y el interés.

Anacronism­o crónico que todavía da la batalla, el hecho de pensar desde el lenguaje nos recuerda lo que señalaba Elias Canetti como profesión primera del escritor a lo largo de los tiempos: quien escribe debe ser el custodio de las metamorfos­is, puesto que es en ese lugar donde se gesta y se preserva la conciencia de las palabras.

Misión cumplida con creces, Maestro.

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DE TODO UN POCO. Apenas un puñado de los tantos títulos que nutren la vasta obra del escritor nacido en Francia.

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