EL ULTIMO ILUSTRADO
Políglota, polímata y polígrafo, Steiner fue no solo un profesor distinguido en el mundo entero, sino sobre todo un crítico extraordinario y un decantado ensayista. Su muerte cierra lo mejor de la inteligencia del siglo XX y obliga a una pregunta necesaria: ¿quién llenará sus zapatos?
Hechos de una esencia fugitiva (condenados sin embargo a repetirnos), la memoria de la especie es un péndulo encarnado en el lenguaje que oscila entre la pérdida y el olvido, esencia poderosa y delicada que ensanchó y custodió como pocos George Steiner, crítico, profesor y filósofo a quien cabe definir con un concepto tan esquivo como dudoso, sobre todo en el presente: antes que nada y sobre todo, Steiner fue un ecuménico ensayista, es decir, una inteligencia literaria sostenida por la ausencia de certezas.
Políglota, polígrafo y polímata, por los pasillos de su obra pactan tanto la originalidad y precisión en la capacidad de asociaciones entre diversos dominios del saber como la erudición extrema con la naturalidad de quien dispone de los frutos de la cultura no solo como una herencia, sino como una conquista refrendada: judío errante y cosmopolita (¿de qué país fue George Steiner?), su sólida formación en alemán, inglés y francés fue motivo de orgullo personal y beneplácito para sus lectores, y también la marca indeleble de un concepto que se deshace en el presente sin prisa pero sin pausa: la idea de Europa como baluarte de Occidente.
Como sucede con autores de larga vida y obra compleja, es imposible tener una idea cerrada del hombre y su obra. Considerado un conservador en buena parte de Estados Unidos así como para el pensamiento decolonial y en no pocos recintos europeos, para otra tradición sensible de la intelligentsia latinoamericana fue más bien el arquetipo del humanista ilustrado en el que depositar el acoso de las fantasías a causa de una (perimida) carencia originaria, y por su conocimiento exhaustivo de literaturas en múltiples lenguas y a razón de sus sólidos conocimientos en antropología, música, lingüística, economía, biología, traducción y hasta teología, herramientas que lo tornaron un crítico cultural vitalísimo y fecundo: su vocación universal, alejada de los dogmatismos de la academia y su prosa luminosa y contundente casan a la perfección con la tradición del eclecticismo latinoamericano.
Producto de un siglo del que de las virtudes solo van quedando los fantasmas, no es extraño que su muerte tenga como telón de fondo a una Inglaterra a la deriva, con un presidente criminal exonerado en Estados Unidos, un imbécil verdaderamente fuera de serie en Brasil y un hombre más poderoso de lo que alguna vez fue zar ninguno en Rusia: el mundo marcha ineluctable a su ruina y, por si fuera poco, está carente de humanistas.
Dada la imposibilidad de escribir en este espacio la totalidad siquiera de sus principales títulos, destaco a bote pronto los que más hondo me impactaron: Lenguaje y silencio, tan potente y vigente como el año en que se editó (1967); Después de Babel, una de sus obras mayores que es a la vez un tratado arduo, documentado y preciso sobre el lenguaje y la traducción; Presencias reales, un ensayo fenomenal sobre las metáforas subyacentes en la inmanencia del lenguaje (el logos como respuesta al kósmos, acaso una buena síntesis del grueso de su obra); Pasión intacta, un conjunto de ensayos heteróclitos con una sagacidad especulativa que da fe de algunos de sus instantes más altos como prosista; Gramáticas de la creación, libro que habría sido del agrado tanto de Wittgenstein como del Dios del Antiguo Testamento; Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento, acaso su libro más hermoso; Una idea de Europa, un alegato elegante, eurocentrista y naif que termina por no cuajar a causa de una
visión anticuada a medio camino entre la profecía catastrofista y el regaño de un abuelo que no reconoce filiaciones más allá de los núcleos desgastados de occidente, y sobre todo Los libros que nunca he escrito, un planteamiento original, autocrítico y honesto sobre el lado oscuro de la fuerza, es decir, aquellos proyectos que dejó de lado, latentes en el silencio y que acaso hubieran podido torcer los hilos de su destino. O no.
A la manera de los libros sapienciales de la Biblia, la obra de Steiner se encuentra sembrada por perlas de lucidez absoluta que comunican épocas, autores, ideas y conceptos de manera inteligente y aventurada; prácticamente no hay página suya de la que no puedan extraerse claras consideraciones, de las que llegan al hueso: “El gran pensamiento filosóficometafísico engendra y a la vez trata de ocultar las supremas ficciones dentro de sí mismo. Las patrañas de nuestras cavilaciones indiscriminadas son en efecto la prosa del mundo”, y también “La verdad es tan compleja que se aloja incluso en hoteles terribles”.
Humanista en la estela de Walter Benjamin, E.R. Curtius, Umberto Eco o Stephen Jay Gould, su vida fue el ejercicio de una vocación generosa que ante la condena de la finitud planta la cara con la pasión por el análisis herencia de Sócrates: nuestra triste vocación por el sentido desde tiempos del Eclesiastés que, aunque frustrante, justifica nuestro paso por el planeta (una vocación que se resuelve no solo leyendo a poetas como Rilke y volviendo a Homero, sino también orando con Bach y gozando con Mozart, calibrando a su vez los avances de la ciencia seguramente como un lego, pero uno decidido y apasionado).
Con la vanidad propia de los espíritus complejos –y una obra bajo el brazo con la cual sostener sus aspiraciones–, Steiner no podía ser indiferente al reconocimiento del Premio Nobel, una llamada que esperó en vano por años mientras era testigo de cómo la fortuna premiaba a sus colegas científicos de la Universidad de Cambridge (entra no obstante el ensayista a la noble lista de los reyes sin corona, ahí donde compartirá el prestigio de los autores que se fueron sin el premio: Franz Kafka, Virginia Woolf, Fernando Pessoa, Italo Calvino o Jorge Luis Borges). Creo que el Premio que Bob Dylan no se dignó a recoger habría sido recibido de plácemes por el profesor Steiner; de cualquier manera, peor para el premio.
Crítico severo de la mediocridad y las imposturas del mundo, no podía sino ser un feroz crítico de sí mismo, por lo que estaba convencido, como sostuvo en una póstuma entrevista, que su actividad como prosista “es completamente diferente a la gran aventura de la creación, de la poesía, de producir formas nuevas. Y, probablemente, es mejor fracasar en el intento de crear que tener cierto éxito en el papel de parásito, como me gusta definir al crítico que vive de espaldas a la literatura”. Desde luego, como el buen crítico que fue, en este punto el profesor Steiner se equivoca, puesto que es gracias a obras como la suya que recordamos que el ensayo es también el fuego, la luz devoradora que expande y multiplica, con palabras como ideas, las cenizas del lenguaje. Y por eso es un arte mayor, porque al igual que la prosa profunda sabe que no durará: el ensayo –en esencia– solo existe y permanece en su actualización, el instante del latido y el parpadeo. Por ello es preciso recordarlo: la prosa tiene un origen humilde, mundano, prosaico; es pura experimentación, tanteo,
Su obra se encuentra sembrada por perlas de lucidez absoluta Crítico severo de la mediocridad y las imposturas del mundo
levedad y sugerencia; nace en la soledad del hombre que se interroga en monólogo silente. La poesía, por el contrario, cuenta con padrinos celestes, dioses y diablos guardianes que custodian su legado y aseguran la permanencia: Mnemosyne aguarda entre la rima y el verso, en la música de la palabra que marca su huella y sedimento (es justo en esa humildad en la que los espíritus vastos como el suyo, en un diálogo vuelto hacia los otros, muestran su verdadera tesitura). Con Steiner muere una figura central de un mundo que no se repetirá: la de la prosa inspirada como argumento válido para encontrar coordenadas sintácticas y morales y la de la creencia en la iglesia de la literatura dentro de los dominios del Dios del Arte.
Por ello, habitantes de un mundo donde la agonía y el fin de los tiempos no parecen tener fecha de caducidad –lo que volvería al ensayista más bien un optimista, dado que el mundo no termina de acabarse–, leer a Steiner es asentir con el credo de un auténtico humanista, siempre a contrapelo de un mundo que se mueve por los resortes de la usura, la vulgaridad y el interés.
Anacronismo crónico que todavía da la batalla, el hecho de pensar desde el lenguaje nos recuerda lo que señalaba Elias Canetti como profesión primera del escritor a lo largo de los tiempos: quien escribe debe ser el custodio de las metamorfosis, puesto que es en ese lugar donde se gesta y se preserva la conciencia de las palabras.
Misión cumplida con creces, Maestro.