Más drama y menos glam en una historia que gana en potencia
Menos es más. Así de obvia es la primera reflexión que surge después de que el último título aparece en el final y revelador episodio de la temporada 2 de Pose, una serie que FX ya renovó para una tercera entrega y que es tan relevante como moderna en sus planteos, y tan llena de vicios de grandilocuencia que se la termina perdonando igual, como a quienes uno quiere mucho.
Ryan Murphy, Brad Falchuk y Steven Canals tuvieron la osadía de hacer una serie completa alrededor de algo que no todo el mundo conoce, ni entiende: el mundo de los ballrooms (fiestas en las que despliegan sus talentos y son juzgados por sus pares), y cuyo elenco está compuesto ciento por ciento por actores gay, trans y queer, que transitan entre la marginalidad, la supervivencia –esta temporada arranca en 1990, con la epidemia del sida expandida y el inicio de los tratamientos con AZT como paliativo que no todos aceptan– y una estilización llevada a veces hasta el absurdo, pero en realidad profundiza –y alcanza sus mejores momentos– en los verdaderos grandes temas que la atraviesan: el sentido de familia elegida, la pertenencia a una tribu, a una comunidad.
Por lo mismo, y quizá por su foco menos puesto en los bailes, en los trajes, en el glam, en las discusiones sobre si Madonna los lanzará por fin a la tan ansiada masividad (fue el año en que Vogue escaló los charts y la danza oculta se volvió un furor mundial) o sobre si hay que incluir una categoría de lip sync o no (treinta años después, RuPaul se haría millonario con un show basado casi todo en eso), se disfruta, sí, pero hace perder el foco sobre lo que para algunos podrá haber transformado a Pose en un show más oscuro, más sombrío, más dialogado y menos musical, pero que hace justamente que siga siendo tan brillante como siempre.
Pray Tell (Billy Porter, que ya pasó de actor de culto a ícono) tiene un protagonismo clave en esta segunda temporada. Su vínculo con el amor pasa por etapas clave: el de pareja, con una relación juzgada; el de sus pares (los almuerzos del comité de Emcees son parte de los mejores momentos del show), pero es el de Blanca (MJ Rodríguez, que crece en matices interpretativos) y el de su casa de hijos díscolos pero amorosos –Indya Moore es hermosa y Pose lo sabe, aunque la trama que le armó para lucirla sea un poquito difícil de creer– el que está ahí para cobijarlo, sí, pero también para ponerle los puntos cuando es necesario. Blanca misma debe sortear los problemas de una salud en declive violento, y el síndrome del nido vacío. Pero puede, y lo hace, y se reinventa a lo grande. Como todo en Pose, a la que le deseamos una larga fiesta bajo la bola de espejos para seguir disfrutándola.