De la formación intelectual
Especie de diario histórico, más valioso en lo íntimo y estilo (preclaro, por su voz de aguas puras), donde el ensayo sobre el pasado es una revolución sin territorio
La distorsión
Rafael Toriz novela
La ciudad alucinada; Animalia; Metaficciones
Penguin Random House, $ 800
Rafael Toriz escribe bajo la sombra de la muerte ancestral (y la de su hermano, tan joven él), casi tótem simbólico que cada mexicano lleva consigo, tal vez para saciarla antes de que les arrebate la pasión. Y el diario/ensayo es autocrítica, crítica y confesión: cómo las lecturas alteran la cámara lúcida del hombre. “Cuando existe una fecha inmodificable. Es de preguntarse: ¿la muerte no es también una fecha inmodificable?” Nueve años después de escribir esto en su Diario 1974-1983, Angel Rama –junto a Jorge Ibargüengoitia y Manuel Scorza– moría en un accidente aéreo en Madrid. El mismo año nace Toriz. ¿Una señal fatídica? Tal vez el tántrico demonio agazapó a la crítica en este acto infame. Y entonces, el intelectual de este continente quedó en el solipsismo, rumiando una forma por venir que dos décadas después la nueva red humana, internet, supo cobijar con generosidad cierta mácula del saber enciclopédico (una herencia que Borges predijo con deseo: Babel festiva).
La generosa y afable actitud de Sergio Pitol para con el autor es también una marca, como lo fue la memoria de Rulfo para Rama. Porque este libro proviene de la generación que hoy nos interpela por encima de la crítica: asoma desde el foso histórico, y se declama sin herencia, sin oficio, un ser abandonado a toda su sensibilidad como herida expuesta. Y de esto deriva: ¿ser escritor es ser la víctima perfecta de todas las épocas?
El infratexto, eso que la tradición académica niega con fruición por su propio límite en complicidades teóricas, es el Ulises criollo de José Vasconcelos. Especie de diario histórico, más valioso en lo íntimo y estilo (preclaro, por su voz de aguas puras, forma oral de la excelencia), donde el ensayo sobre el pasado es una revolución sin territorio.
Tal vez por eso mismo resulta Xalapa como una Dublín irremediable, como toda Irlanda, o todo México. En la bruma se asoma Dublineses de James Joyce, especie de pacto con el abandono de un pasado escaldado por la religión y la sumisión ancestral. “Hay muchos países latentes en la tierra mexicana y todos palpitan en él, como un palimpsesto escrito en la carne de los más pobres que a cada borradura y tachadura vuelve a sangrar por el mismo lugar”. Así señala el escritor dónde ancla el pensamiento para resistir a la mitomanía del exilio, en contraste con la violencia desaforada de una tierra escaldada por el abuso y la esclavitud (qué otra cosa son los carteles de la droga). Porque la noción de futuro, ni alternativo ni imaginario, está atada al pasado que fluye en la forma del estilo, en cómo las palabras ocupan el silencio forzoso de la duda, de esa cavilación que nos hace tan humanos como lastimosos. Consciente de sí, Toriz recorre desde su educación sentimental hasta aquella trunca por la desidia globalizada: la aventura se agota en el límite de las causalidades, o peor, Rimbaud entregó una pierna, su vida misma, porque era un poeta irrepetible.
En la reconstrucción del pasado desde la historia familiar lo autóctono resiste a la pestilencia sociológica con mordacidad inclemente, pero con una concisión donde se hace texto la influencia de Francisco Tario (en lo fantástico, el Borges mexicano), así devana los hilos de un laberinto donde el destino de la reflexión es su propio interrogante