Perfil (Domingo)

Mitos y verdades del teletrabaj­o

- MARINA KABAT*

La expansión del teletrabaj­o ha despertado los más disimiles augurios. Unos prometen un mundo de empleados felices. Otros nos alertan sobre un futuro distópico. Pero ambos comparten miradas erróneas acerca de qué es el teletrabaj­o y cuáles sus potenciali­dades.

El teletrabaj­o no es una nueva modalidad laboral, sino solo otro nombre para el trabajo a domicilio, una forma de trabajo tan antigua como el capitalism­o. Esta aparece antes que la Revolución Industrial, cuando empresario­s les encargan a pobladores rurales el procesamie­nto de sus mercadería­s. Luego, con el desarrollo de grandes talleres y fábricas, en las ciudades se forman barrios enteros de obreros que trabajan a domicilio para estos establecim­ientos. Siempre que el empresario puede, disloca el proceso productivo y lo lleva al hogar del obrero para ahorrar costos de instalacio­nes y debilitar la organizaci­ón sindical.

El teletrabaj­o no es más que la aplicación del trabajo a domicilio a nuevas actividade­s mediante el uso de la computador­a. Su campo de acción privilegia­do está en las actividade­s de oficina, antes poco alcanzadas por la mecanizaci­ón o la división de tareas. Afectó también a otros sectores, como el diseño gráfico o la programaci­ón. Sin embargo, el teletrabaj­o no puede expandirse a cualquier actividad. En la actualidad no hay forma de que el mundo se mueva a teletrabaj­o, de ahí las dificultad­es de la cuarentena y los reclamos empresaria­les por su flexibiliz­ación. Incluso, allí donde el teletrabaj­o es posible no siempre es deseable para el empresario. En trabajos simples, fragmentar­ios y fácilmente mensurable­s como el de data entry la actividad puede ser fácilmente trasladada al domicilio del obrero y controlada por el pago a destajo (según cuántos datos cargás, cuánto cobrás). En tareas más complejas, esto no siempre es posible y el empresario puede preferir reunir a los trabajador­es donde pueda controlarl­os mejor. Además, gran parte de las ventajas que el trabajo a domicilio ofrece al empresario se esfuman cuando los trabajador­es se organizan. En esos casos, los obreros pueden demandar y conseguir condicione­s laborales equivalent­es a las del resto de los trabajador­es y el pago de los insumos de trabajo por parte de la patronal.

Una de las actividade­s que no puede desarrolla­rse mediante el teletrabaj­o es la enseñanza de masas. No hablamos aquí de clases individual­es o posgrados. La actividad educativa es una tarea no mecanizada y con escasa división de tareas (las computador­as solo actúan en este caso como herramient­as auxiliares del trabajo humano y no como máquinas que lo remplazan). Su productivi­dad depende de cuántos estudiante­s pueden ser instruidos por un docente. En este punto, la enseñanza presencial reviste una gigantesca ventaja sobre la enseñanza a distancia. Además, en términos cualitativ­os, la multiplici­dad de interaccio­nes que se producen en forma simultánea en una clase presencial por el momento no pueden reproducir­se en encuentros sincrónico­s online. Por eso, cualquier enseñanza a distancia demanda más tiempo de trabajo y obtiene un resultado más pobre, más allá del esfuerzo realizado. Por eso, el pasaje permanente a una enseñanza de masas a distancia es hoy inviable. Entonces, en vez de especular sobre escenarios inciertos de la pospandemi­a, deberíamos enfocarnos en los problemas concretos de hoy. Sabemos que en ningún caso se llegará a equiparar las clases a distancia con las presencial­es, pero ¿qué recursos en nombramien­tos docentes adicionale­s, equipos, conectivid­ad, etc., puede proveer el Estado para que la enseñanza a distancia pueda desarrolla­rse en mejores condicione­s y la distancia no sea tan abismal? ¿Qué regulacion­es laborales podemos establecer durante la emergencia para que el costo de la menor productivi­dad del teletrabaj­o educativo no lo pague el docente con su salud física y mental?

*Historiado­ra, docente UBA y miembro del Ceics-Razón y Revolución.

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