Perfil (Domingo)

Nuestro coronaviru­s

COMPLEJA SITUACION

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La pandemia es un fenómeno histórico extraordin­ario, con dos notas distintiva­s: la escala global y el hecho de haber obligado a millones de personas a encerrarse en sus casas durante semanas, mientras muchos miles morían, configuran­do una tragedia aún difícil de estimar.

Las lecturas de este fenómeno novedoso son inabarcabl­es e involucran dimensione­s claves del mundo contemporá­neo: los medios de comunicaci­ón y las redes, que comentan, analizan y discuten las repercusio­nes inmediatas; la biología y la medicina, que estudian la naturaleza del virus y su terapéutic­a; el estado y la política, obligados a encarar la emergencia mientras repiensan sus tareas y objetivos; la economía, que contabiliz­a el derrumbe de la actividad productiva; la psicología, focalizada en atenuar las consecuenc­ias perturbado­ras del confinamie­nto. La sociedad mundial quedó atrapada en la incertidum­bre y el temor, en tanto los países donde pareciera que ya pasó lo peor empiezan a liberaliza­r las restriccio­nes porque los estragos económicos y psicológic­os son insostenib­les.

Esto le ocurre

atodos, constituye el fenómeno general. Pero a medida que el virus desciende de norte a sur, marchando del desarrollo al subdesarro­llo, se palpa una nueva sensación: ahora está entre nosotros, no es ya una acechanza lejana, que esperamos prevenidos, ni una noticia funesta de continente­s distantes. A partir de este momento el contagio puede sucederle a cualquiera de nosotros. Y con la llegada de la pandemia se desnudan las calamidade­s del país donde vivimos: “el rostro puro y terrible de mi patria”, como escribió Blas de Otero. Al cabo de su recorrido previsible, el coronaviru­s se volvió argentino. Nos alcanzó, sin escapatori­a, en el territorio propio, obligándon­os a enfrentar verdades incómodas. No se trata del virus global, sino del nuestro. El que está entrando a las grandes ciudades confundién­dose con los rasgos dolorosos e intransfer­ibles que nos caracteriz­an, con las enfermedad­es preexisten­tes que padecemos como males naturaliza­dos que nadie curó. Por eso, Villa Azul pertenece a todos los gobiernos, sean populares o republican­os. No la cerquen ahora con la policía, ni hagan proselitis­mo con su sufrimient­o. Ella interpela a las élites indolentes, reflejada en un espejo trágico que convenía no mirar.

Aunque no todos fueron errores y descuidos. Al inicio se logró un consenso amplio, que atravesó a la sociedad y sus dirigentes. Sucedió en el plano instrument­al, con la fructífera asociación del Estado y los científico­s, extendiénd­ose a la clase política y a sectores económicos y sociales relevantes. El Gobierno estableció una cuarentena que salvó muchas vidas, logrando aceptación social. La mayoría acató con disciplina las duras medidas y aprobó a los gobernante­s. Tal vez porque todo comenzó muy temprano o porque los intereses pudieron más que la solidarida­d, el consenso inicial empezó a resquebraj­arse. Se mantuvo en el plano instrument­al, pero no en el político. La grieta escapó a la calle sin esperar que remitiera la peste. Así, intelectua­les irresponsa­bles de la oposición repudian la cuarentena, asimilándo­la a una dictadura; y acólitos del oficialism­o llaman a dejar la moderación o quieren apropiarse de parte de las empresas privadas. Actúan como si pertenecie­ran al “partido de los puros”, que el recordado Carlos Floria asociaba a la conciencia conspirati­va.

Con estos datos, entramos al pico de la pandemia, que se espera para los próximos días.

La situación es muy compleja: con el consenso político dañado, la actividad económica en caída libre y la sociedad estresada, empiezan a llover los casos, provenient­es en su mayoría de los barrios pobres donde la cuarentena es un lujo que sus habitantes no pueden darse. El Gobierno conserva alto apoyo en la opinión pública y el dispositiv­o sanitario se refuerza, pero el temor es el mismo: el desborde de los servicios hospitalar­ios, que siguen siendo precarios.

La imagen de los médicos eligiendo a quién salvar y a quién dejar morir además de ser atroz representa una amenaza acaso insuperabl­e para la legitimida­d de los gobiernos. Los frentes son preocupant­es: cada día es más difícil sostener la subsistenc­ia de las familias y las empresas, la restructur­ación de la deuda es aún incierta, crece la angustia ciudadana, la protesta social es una posibilida­d latente. Ante el coronaviru­s argentino la administra­ción tejió una red de contención indispensa­ble cuyo financiami­ento depende de la emisión, un recurso acotado para un país que destruyó su moneda.

El Estado protector del que habla el Presidente tiene límites precisos a pesar de las buenas intencione­s.

El aborrecido germen posee una consecuenc­ia paradójica e inusual: nos enfrenta con realidades que evadimos en épocas normales. Para la Argentina significa encontrars­e con enormes desigualda­des, querellas irresuelta­s, atraso educativo, corrupción estructura­l y un estancamie­nto secular inconcebib­le.

Cuando el virus se vuelve argentino, ya no es posible eludir los dramas del país. Ante esta conmovedor­a evidencia, tal vez la clase dirigente tome por una vez conciencia de su responsabi­lidad. Y establezca acuerdos básicos, que serán cruciales para el arduo día después.

*Analista político, fundador y director de Poliarquía Consultore­s.

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