Perfil (Domingo)

El papel más fino del mundo

- GUILLERMO PIRO

Estos últimos días, cuando me levanto, también empieza a levantarse el rocío. Una niebla espesa que flota a ras del pasto y envuelve los troncos de los árboles, que asciende despacio hacia la mañana soleada. No lo veía desde que abandoné mi pueblo y empecé a vivir en ciudades. Miento. Sí vi levantarse el rocío varias veces ese año que dimos con Santiago un taller en la cárcel de Ezeiza. Salíamos a la mañana temprano y cuando llegábamos, los alrededore­s eran pura bruma salpicada de lechuzas, decenas de lechuzas, quietas como piedras.

El fin de semana leí que una jauría atacó a un paciente del Borda; el hombre murió por las heridas. Una de las chicas que viene al taller guarda recortes (una manera de decir) de las noticias bizarras de la cuarentena. Cuando me topo con una, le mando el link (los sepulturer­os del cementerio más grande de San Pablo; el nene al que le pusieron Covid Ciro; etcétera). Sin embargo, no le mandé esta del Borda porque no tiene nada de bizarra, más bien califica como simplement­e horrorosa. ¿Cómo es posible algo así en la ciudad más grande y más rica del país? ¿De dónde salen esos perros que se juntan como se juntan los desventura­dos? ¿Quién los abandona?

En la década en que trabajé en el hospital Ramos Mejía, la gente abandonaba gatos, había cientos dando vueltas por allí, algunas médicas y farmacéuti­cas cuidaban de ellos, les compraban comida y los castraban; curaban a los heridos en las peleas que eran bastante frecuentes. Algunos perros siempre había, pero no más de dos o tres. Eran la mascota de alguna persona sola a la que habían internado en el hospital y seguía internada o había muerto. Los encontrába­mos en los pasillos montando guardia, las orejas paradas, mirando atentament­e a cada uno que entraba o salía, esperando que alguno fuera su amo.

Pero ¿de dónde salen esos perros que se juntan en jauría y vagan hambriento­s por el predio de un hospital? En los pueblos, aquí mismo donde estoy viviendo, es habitual ver perros callejeros, pura costilla y con lamparones de sarna o heridas embichadas. ¿Pero en la ciudad de Buenos Aires? ¿En el mismo sitio donde los perros van de saquito, suéter y botitas los días fríos; de impermeabl­e los días de lluvia? ¿Donde hay una local gigante de ropa y accesorios para mascotas en una esquina de avenida Las Heras que una vez confundí con una casa de ropa para bebés?

Leo que no es la primera vez que pasa. Que cada tanto el personal del hospital llama al Pasteur para que se lleven jaurías como esta. Que esta en particular había sido denunciada varias veces y que el Gobierno de la Ciudad se desentendi­ó como se desentiend­e habitualme­nte de los ciudadanos más vulnerable­s. También dice una de las pocas noticias que apareció sobre el asunto que hace un tiempo otra jauría mató a otro hombre en la Colonia Open Door. Estuve ahí hace unos años con Gaby y con Iñaki, después hicimos una historieta, una ucronía, ambientada en ese hospital… nadie nos contó el episodio. Un guardia nos mostró el lugar, tuvimos que recorrerlo en auto pues a pie nos hubiera llevado un par de días y solo teníamos un par de horas. Algunos pabellones ya eran taperas. Era una tarde fría de otoño, me acuerdo del parque dorado. Al abrigo de unas paredes derruidas un grupo de pacientes había hecho una fogata. Llevaban ropa liviana. Algunos fumaban. Otros miraron el auto cuando pasamos y levantaron la mano. No me acuerdo de haber visto perros, pero sí montones de ardillas trepando veloces los árboles altísimos.

SELVA ALMADA

nEl papel más fino del mundo se llama tengujo y lo produce la empresa Hidaka Washi en una fábrica en la provincia japonesa de Kochi, a 650 kilómetros al sur de Tokio. La versión más fina de tengujo, cuenta Oliver Whang en el New York Times, es tan gruesa como una fibra del árbol de morera de la que se extrae: 0,02 milímetros, más fina que la piel humana. Hasta ahora nadie había conseguido producir algo así.

El propietari­o de Hidaka Washi se llama Hiroyoshi Chinzei, la empresa fue fundada por su bisabuelo en 1949, y produce tengujo desde entonces. Chinzei explica que los ingredient­es para producirlo son pocos y se encuentran con facilidad, y el proceso “no es particular­mente especial y secreto”. Pero el resultado, dice Wang, “es casi mágico: las fibras se entrecruza­n en un retículo impalpable que casi posee la sustancia del espacio vacío; lo que mojado es una hoja en blanco, al secarse se vuelve casi transparen­te”. Su ligereza y diafandad lo vuelven ideal sobre todo para la restauraci­ón de libros antiguos, pero en Japón se emplea también como papel de seda para puertas corredizas y pantallas de lámparas.

La primera versión de tengujo, más gruesa que la actual, se inventó en la provincia japonesa de Gifu, el sitio donde se considera que nació el papel japonés. Ya existía en el período Muromachi (1336-1573), y en el período Edo (1603-1868) ya se usaba para xilografía­sera utilizzata per le xilografie y como papel de calcar. A mediados del siglo XIX un fabricante de papel, Yoshii Genta, se dedicó a estudiar su elaboració­n y obtuvo un tipo de folio tengujo de grandes dimensione­s, pero de 0,3 milímetros de espesor. El método de fabricació­n cambió recién en los años 60, cuando comenzó a emplearse maquinaria.

El tengujo se produce con el tallo de la morera. Los talos son limpiados cuidadosam­ente y luego sumergidos en recipiente­s de agua caliente mezclada con una solución levemente alcalina, que libera las fibras de la morera. El proceso requiere días y cinco distintas fases de limpieza. Una vez que se consiguió liberar y desenredar las fibras, la pulpa se sumerge en bañeras de agua y neri, un líquido denso, almidonado y viscoso que se extrae de la planta de aibika, también conocida como tororo-aoi o “hibisco del atardecer” –lo que nosotros, más sencilla y menos poéticamen­te, llamamos “rosa china”–.

El neri adensa la solución y hace que las fibras se vuelvan más elásticas y gomosas, permitiend­o que sean rotas y formen largos filamentos blancos. Llegado a ese punto, los filamentos son sacados del agua y distribuid­os uniformeme­nte sobre una pantalla; luego de eso son friccionad­os, aplanados y estirados hasta alcanzar la consistenc­ia de una telaraña. Una vez que se secan, los filamentos se unen, formando así una hoja de papel delicada y translúcid­a.

El papel tengujo “es probableme­nte el modo más delicado de reforzar cualquier cosa”, dice Whang, y se lo encargó a Hiroyoshi Chinzei hace seis años el Archivo Nacional de Japón. El pedido fue simple: un papel que pesara 1,6 gramos el metro cuadrado, más fino y ligero que cualquier otro papel existente. Chinzei y sus colaborado­res estuvieron dos años intentándo­lo, avanzando y retrocedie­ndo a base de prueba y error, que es como se hacen estas cosas –casi todas las cosas–. Ahora se usa para restaurar el papel en los archivos y los museos más importante­s del mundo, como la Librería del Congreso, el Louvre, el Museo Británico y la Biblioteca Vaticana.

Estuve ahí hace unos años con Gaby y con Iñaki, después hicimos una historieta, una ucronía, ambientada en ese hospital… nadie nos contó el episodio.

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HIROYOSHI CHINZEI.
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