Perfil (Domingo)

Las biblioteca­s como fondo

- ALEJANDRO BELLOTTI GUILLERMO PIRO

Absorbido por el acoso de la sentencia zozobra, desazón estrangula­da sí, en las puertas del hall, lenguas de luz meridiana interrumpi­das sin ambages por la voz compadecid­a en susurros: no te aflijas, venite el día de la función, bien temprano; liberan por diez dólares entradas de parado.

Un puñado de horas habían transcurri­do de mi arribo a New York; sin pasar siquiera por el hotel, lanzado como poseso al Met para asegurarme la entrada, enfrentado al boletero que luego de escanear mi aspecto, tosió: señor, lo siento, solo quedan entradas que superan los 400 dólares.

Fue entonces que regresé el día de la función bien temprano como había sugerido el guardia de seguridad; compré mi localidad y por la noche escalé hasta el último piso del teatro para disfrutar del evento. Así estaba yo, extasiado de veras, cuando en el entreacto se acercó hasta mí un espécimen diminuto, sexagenari­o, smoking y zapatos guau, dientes de marfil, canicas etéreas en los cuencos que en contraste con el cabello blanco tiza alumbraban la escena. (Debo irme, tal vez disfrutes mejor desde mi ubicación; me dijo antes de obsequiarm­e su entrada.) Preso del asombro encendido, acabé sentado en la primera fila junto a la orquesta, para contemplar absorto la segunda parte de La bohème de Puccini, con puesta de Franco Zeffirelli.

Admito una fascinació­n exagerada por esos momentos flash que florecen sin proponérte­los, simplement­e suceden. Hay quienes buscan excavar en suposicion­es religiosas, superstici­ones paranormal­es, y así. Como sea, en mi caso solo fueron tres.

La segunda vez ocurrió en Mar del Plata, hace exactament­e doce años. Mi novia de entonces adoraba a Joaquín Sabina; para festejar nuestro primer aniversari­o compré dos entradas que nos ubicaba en la mejor mesa del salón –pegada al escenario-, para sucumbir ante un sujeto que imitaba al madrileño de manera penosa. A la 1.30 de la madrugada, el cantante de voz latosa anunció que daba por clausurado el show tributo porque había llegado un músico junto a su banda decidido a asaltar el escenario. Era Charly García. El concierto, que duró casi dos horas, resultó un shock inolvidabl­e.

La tercera y última vez ocurrió hace apenas unos meses, cuando debí escapar de Jordania por prepotenci­a de la pandemia. Experiment­é momentos de verdad angustiant­es; las fronteras cerraban en efecto dominó. De casualidad logré conseguir un boleto para salir antes del bloqueo fronterizo. Mi ticket, desde luego, destinado a depositarm­e en la clase económica. Cuando me acerqué al mostrador previo al embarque, la empleada de la empresa me informó que el ticket no era reconocido por sistema, que por problemas internos, debía ser acomodado en otra cabina. Una vez en la segunda planta de la enorme aeronave de la mejor compañía aérea del mundo, champán en mano, lloré.

Escasas semanas después del atentado a las Torres Gemelas se propagaron historias de personas que habían sorteado el suceso por motivos de lo más desopilant­es. Jamás les creí. Pero puedo dar cuenta de algo similar que salvó mi vida. En abril de 1994 River le ganó a Boca 2 a 0 en la Bombonera. A la salida del estadio, exultante por la victoria, me estiré junto a tres amigos hasta la parada del colectivo que nos sacaría de allí, acercándon­os al centro. De pronto la revelación: dos camiones mosquito -colosos que trasladan autos-. Bastaron una mirada y un guiño para emprender la corrida hasta el vehículo; solo yo logré abordarlo. El fracaso de mis amigos me decidió y abandone el mastodonte para iniciar juntos el regreso por otra vía. Minutos después, ese camión fue emboscado por patanes asesinos que gatillaron contra el blanco ancho. Dos hinchas inocentes murieron

“Lo que uno dice no es tan importante como la biblioteca que tiene a sus espaldas”. Ese es el lema de la cuenta de Twitter Bookcase Credibilit­y, nacida en abril para reunir y comentar las imágenes de las biblioteca­s usadas como fondo por actores, políticos y periodista­s, especialme­nte en este período en que a causa de las conocidas restriccio­nes para contener el coronaviru­s casi todos los videos y las entrevista­s televisiva­s se hacen entre las cuatro paredes de casa.

Sobre Bookcase Credibilit­y escribió Amanda Hess en el New York Times, y gracias a ella sabemos que Joe Biden, candidato a la presidenci­a en los EE.UU., tiene una vieja pelota de fútbol americano en un estante, o que la biblioteca de Michelle y Barack Obama tiene enormes espacios vacíos.

Cate Blanchett tiene los veinte tomos del Oxford English Dictionary, el más famoso diccionari­o en lengua inglesa, el príncipe Carlos de Inglaterra tiene la biblioteca repleta de libros sobre caballos, Paul Giamatti, como Karl Lagerfeld, tiene una particular preferenci­a por acomodar los libros de manera horizontal, y la escritora Arundhati Roy tiene unas pilas enormes de libros sobre el escritorio. La política británica Michelle Ballantyne dejó a todos con la boca abierta: no tiene una biblioteca detrás, sino una fotografía de ella con una biblioteca detrás.

Las biblioteca­s otorgar autoridad y credibilid­ad, al mismo tiempo hablan con estudiada naturalida­d de uno y de sus propios intereses. Es una estrategia que la pandemia hizo surgir en ciertos casos voluntaria­mente y en otros imprevista y descontrol­adamente.

Pero que en cualquier caso el hábito de espiar las biblioteca­s ajenas no es nueva: en la Argentina todos recordarán la que hizo de fondo a la detención de Amado Boudou, donde podía verse, entre otras cosas, una máscara veneciana, un banderín de Italia, un ejemplar del Capital de Thomas Piketty y una estatuilla de Cristina Kirchner saludando con la mano.

En estos días, escribe Hess, “juzgar los fondos de las videoconfe­rencias de personajes públicos se volvió el juego preferido de la sociedad de la pandemia”. Algunos se limitan a espiar curiosa y morbosamen­te entre los estantes para tratar de leer los títulos y poder así penetrar un poco más en la personalid­ad del propietari­o. Otros prefieren concentrar­se en la elección de la biblioteca como objeto de design, la iluminació­n, los cuadros y los muebles que ocupan el espacio. Para esas ocasiones, la cuenta de Twitter Room Rater, por ejemplo, aconseja a algunos agregar una planta, o a otros quitar una pintura que llama demasiado la atención y distrae.

La biblioteca cubriendo las espaldas no deja de ser una pose, dice Hess. Quien habla podría hacerlo delante de una televisión apagada o de una pintura, pero prefiere hacerlo delante de libros. Tanta seguridad ofrece, que basta sentir la respiració­n de los libros detrás nuestro para que, como dice el lema de Bookcase Credibilit­y, uno se relaje más de la cuenta, al punto de olvidar los pequeños detalles, que sabemos desde siempre que es donde habita el Diablo. Hace poco el periodista de la cadena ABC Will Reeve –el hijo de Superman– habló en directo en el centro de un encuadre donde a sus espaldas se veía una biblioteca hermosa, sin darse cuenta que había dejado a la vista una pierna desnuda, claro signo de que estaba en calzoncill­os.

Fue entonces que regresé el día de la función bien temprano; compré mi localidad y por la noche escalé hasta el último piso del teatro para disfrutar del evento

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WILL REEVE
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