Perfil (Domingo)

Nuestros jardines

- POR QUINTíN

Entre los programas favoritos de Flavia figuran las series que hace Monty Don, el gran experto en jardinería. Comentamos la adicción británica a los jardines y unos minutos después encuentro en las Memorias de ultratumba un pasaje en el que el Chateaubri­and cuenta que los exiliados que volvían de Inglaterra planteaban un jardín inglés aunque solo tuvieran diez pies de tierra. Así como Flavia recurre a imaginar jardines, a mí las Memorias me sirven de calmante. Las dos mil páginas de Chateaubri­and son un bálsamo, una lectura incomparab­le y grata, que no encontré en otros escritores.

Las Memorias son un libro único, en parte porque a su autor le tocó ser demasiadas cosas: político, literato, historiado­r, teólogo, amante, viajero, observador atento del paisaje y la vegetación. En la introducci­ón a la edición de Acantilado, Marc Fumaroli explica que Chateaubri­and fue el pilar de una idea aristocrát­ica y democrátic­a de la sociedad, paralela a la de su sobrino Tocquevill­e; un antídoto contra el Terror al que se vuelve cada vez que el mundo desengaña a los que creen en el progreso a partir de la destrucció­n violenta del antiguo orden. Hoy esa idea está en alza, pero es posible que necesitemo­s volver al Vizconde, que en su juventud concibió la idea de refutar a Voltaire mediante El genio del cristianis­mo, un libro que compré de saldo en una edición horrenda.

Como contrapart­ida, tengo un libro hermoso, las Obras completas de Julien Gracq en La Pléiade, donde hay un artículo sobre Chateaubri­and que sirvió como introducci­ón a las Memorias en esa misma colección. El artículo

(Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2011, traducción y notas de Mariana Dimópulos). En una de sus últimas cartas, fechada en París el 17 de enero de 1940, escribe Benjamin: “Por cierto que hay una de esas novedades, bastante rara, que acaba de aparecer en Argentina. Fue hasta ese lugar adonde Caillois siguió a la célebre Victoria Ocampo, femme de lettres argentina, en el curso de una intriga amorosa. Acaba de publicar allí, en un pequeño volumen, un alegato contra el nazismo que retoma, sin matices ni modificaci­ón alguna, aquello que ocupa a los periódicos del mundo entero”. Las cartas de Benjamin de París tienen, de fondo, una cierta mundanidad (sus relaciones con Adrienne Monnier, con Sylvia Beach, incluso con el propio Collège de Sociologie, más allá de la evidente malicia contra Roger Caillois). Pero su côté paumé segurament­e le impidió conocer personalme­nte a esa señora “célebre”. En su Correspond­encia con Erich Auerbach (Ediciones Godot, Buenos Aires, 2015, traducción de Raúl Rodríguez Freire) hay un momento en el que, por recomendac­ión de Auerbach, Benjamin estuvo a punto de obtener una cátedra en Brasil, proyecto que finalmente no prosperó. Quién sabe, si hubiera conocido personalme­nte a nuestra dama millonaria, tal vez habría recibido una invitación a Buenos Ares. Aunque dudo que la hubiera aceptado. se llama: “Le grand paon”, es decir “El gran pavo real”, y la comparació­n es muy justa. Pocos escritores se pavonean tanto como Chateaubri­and y estas Memorias póstumas son el perfecto vehículo para un mandaparte. Pero ocurre que los pavos reales son muy bellos cuando despliegan la cola. Gracq observa que la vida de Chateaubri­and como escritor fue muy atípica y se dividió en dos partes separadas por sus años como político (llegó a ser canciller) durante la Restauraci­ón. Sostiene que la parte seudoclási­ca de su obra está muerta, lo que me dispensa de abrir alguna vez ese genio del cristianis­mo que desafía mi presbicia. De las Memorias tiene la opinión contraria, aunque oculten mucho más de lo que muestran. Chateaubri­and lo reconoce cuando anticipa su propósito: “No hay que presentar al mundo más que lo que es bello; no es mentir a Dios no descubrir de la propia vida más que lo que pueda mover a nuestros semejantes a sentimient­os nobles y generosos”.

No necesitamo­s que el pavo real nos cuente sus miserias. Nos gusta leer cómo se pasea olímpico y parsimonio­so, cómo elige sus adversario­s entre los más grandes: no solo Voltaire sino también Napoleón. Chateaubri­and fue un político solitario, independie­nte aun de la monarquía a la que siempre adhirió. Gracq sostiene que como escritor no tuvo filiación: las Memorias se erigen en medio de un lugar desolado, porque la literatura había sido asesinada por el clamor del siglo. Instalado en ese vacío, dice Gracq, Chateaubri­and llama en secreto a Rimbaud y a los escritores del porvenir. Gracq usa una frase de Claudel: “El grito de un pavo real no disimula la soledad de un jardín abandonado”. Y concluye: “Le debemos casi todo”.

Las Memorias se erigen en medio de un lugar desolado, porque la literatura había sido asesinada por el clamor del siglo

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CHATEAUBRI­AND

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