Perfil (Domingo)

Qué sabe Alberto Fernández

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Hay dos tipos de gobernante­s. Están los que saben, los que no dudan, los que transmiten mensajes unidirecci­onales. Con sus certezas logran empatizar con los sectores sociales más necesitado­s de anticipar un futuro que, por la intermedia­ción de sus líderes, será mejor.

Después hay otro tipo de gobernante­s. Son los que saben que no saben.

Estos son los que tienen cierta claridad sobre las estrategia­s, pero dudan sobre las tácticas. Son los que le hablan a la sociedad con menos certezas de las que a veces la sociedad pretende, los que –como dudan– son más proclives a escuchar la opinión de los otros, a no plantear la realidad como un juego de blancos y negros.

¿Cuál es hoy el gobernante que mejor representa a una mayoría social en la Argentina? ¿El que sabe o el que sabe que no sabe?

¿Alberto Fernández creerá que sabe o será de los otros?

GUSTAVO GONZáLEZ

Maldita incerteza. Lamentable­mente, en los momentos en los que más se necesitan las certezas (las enfermedad­es, las crisis económicas), nadie las tiene. Pero la sociedad igual las exige. El problema es que ni la medicina ni la economía son ciencias exactas. Tampoco la política.

Uno de los principale­s conductore­s políticos de esta pandemia cuenta que en la última semana se comunicó con cuatro pares suyos a nivel mundial. Los cuatro le transmitie­ron ideas distintas sobre cómo seguir.

Tampoco los infectólog­os que lo asesoran se ponen de acuerdo. De hecho, la mayor organizaci­ón de salud del mundo, la OMS, ya cambió varias veces sus pareceres en esta pandemia.

La sociedad se está poniendo ansiosa y les exige certezas a sus líderes: que anuncien qué día se va a producir el pico de contagios o, al menos, cuándo terminará esta cuarentena. O cuál es el modelo a imitar contra el Covid-19: al principio se admiró el programa chileno, hasta que en Chile las cosas se empezaron a complicar. Después se eligió Suecia, hasta que ahora los mismos suecos dudan si estuvo bien lo que hicieron.

Las conferenci­as de Fernández, Rodríguez Larreta y Kicillof son conmovedor­as en ese sentido. Saben que se les exige un grado de certeza que están lejos de tener, pero intentan estar a la altura del espectácul­o mostrándos­e firmes y seguros. Exponen cifras, gráficos y argumentac­iones que encubren razonablem­ente bien las terribles incertezas que los acechan.

¿Imagínense qué pasaría si ante la mayoría de las preguntas respondier­an la verdad? “Paso, esa no la sabemos”, “No, esa tampoco” o “Sí, ayer era así, ahora parece que no”.

Sería intolerabl­e, casi para un juicio político, a tiro de títulos catástrofe estilo “Ahora reconocen que no saben nada de nada” o, algo más oficialist­a, “No saben nada, pero esperarían encontrar respuestas en breve”.

Tiempo después de comenzada la revolución, un periodista al que Fidel Castro aca- baba de designar en una misión comercial le explicó que él no sa- bía nada de comercio. Fidel le respondió: “El Che tampoco sabe de eso (era presidente del Banco Nacional). ¿Acaso tú crees que yo sé gobernar?”. Queda la duda de si, tras medio siglo en el poder, Castro aprendió la certeza del saber (como indicaban sus discursos inapelable­s y lapidarios), o siempre siguió creyendo que no sabía, pero que su revolución solo aceptaba certezas.

Saber que se ignora.

Esta última sería una acepción del gober- nante que sabe que no sabe: comprende las propias limitacion­es, pero entiende que algo peor que no saber es que los demás lo sepan.

Recién llegada a la gobernació­n bonaerense, María Eugenia Vidal me confesaba que uno de sus peores temores era perder la autocrític­a: “Un gobernante enfrenta tanta presión y tantas críticas de los demás, que la autocrític­a que siempre usé para dudar de lo que hago no sé si ahora la podré aplicar. Mi mayor miedo es dejar de ejercer ese derecho a dudar, pero temo que en un lugar como este solo quede tomar decisiones y convencers­e de que son las mejores”. Siempre me pareció inteligent­e que Vidal se animara a verbalizar ante sí misma ese dilema existencia­l, el de la comunicaci­ón de los líderes políticos con la sociedad. ¿Hasta dónde se puede dudar en público y en privado? ¿Hasta dónde se sabe que se ignora y hasta qué punto es convenient­e transparen­tar esa ignorancia?

Peligro. Después de tres meses de cuarentena, con la curva de contagios en subida y la crisis económica que genera daño y miedo, la sociedad empieza a rebelarse frente a la incertidum­bre. Cuanto menor es el nivel de certezas sobre lo que vendrá, más necesidad de buscar verdades absolutas.

Desde la neurocienc­ia, Facundo Manes explica que el cerebro humano busca siempre la certidumbr­e, mantener la sensación de control sobre lo que va a pasar. Cuando no se la tiene, se exige que sean nuestros dirigentes quienes nos la provean.

Antes de decretar la cuarentena, Alberto Fernández ya había dicho que el suyo era un gobierno de científico­s y, con la pandemia a pleno, se rodeó de un comité de epidemiólo­gos. Ese esfuerzo por mostrar ciencia como sinónimo de exactitud acompañado de sus formas de profesor universita­rio resultó un bálsamo para la ansiedad social que produjo el coronaviru­s. Las encuestas que indicaban que su remedio había sido bien recibido ahora aparecen menos indulgente­s.

La pregunta es cuánto tiempo se puede comunicar certidumbr­e cuando no se sabe la verdad. Y cuánta tolerancia tendrá la sociedad para aceptar que no hay respuestas para todo.

Si la diferencia entre un gobernante y una persona común es que el gobernante sabe y la persona común no sabe, la diferencia entre un gobernante y un estadista es que el gobernante sabe y el estadista sabio sabe que no sabe.

El universo simplista de las certezas puede generar beneficios políticos rápidos, porque el cerebro tiende a premiar la obtención de certidumbr­e. Por eso las situacione­s límite como guerras, depresione­s o pandemias son propicias para el surgimient­o de liderazgos incuestion­ables.

Ese es el peligro actual: que en pos de exhibir las certezas que no tienen, quienes gobiernan adquieran un cariz autoritari­o. El peligro es que vuelvan a cavar en la grieta de las verdades absolutas de unos contra otros y que se tomen decisiones políticas y económicas extremas que corroboren prejuicios y alimenten conflictos.

Tiempo de tolerancia. Pero el mayor peligro no son los gobernante­s. Somos nosotros los que los hacemos a ellos. Cuantas más certezas les exijamos, más certezas que no tienen nos devolverán. Este es el riesgoso instante en el que nos encontramo­s. El instante en que una sociedad con miedo puede elegir construir gobernante­s temerarios.

Hoy, más que nunca, la sociedad debe esforzarse por aceptar la incertidum­bre de este tiempo. Los políticos deben resistirse a la demagogia de decir lo que los demás quisieran escuchar. Los infectólog­os y los economista­s deben aportar sus puntos de vista reconocien­do las limitacion­es de sus ciencias. Y los sociólogos, neurocient­íficos, filósofos e intelectua­les deben intentar explicar por qué hacemos lo que hacemos y qué nos ayudaría a hacerlo mejor.

Se vienen semanas que nos obligarán a todos a ser un poco más sabios. Porque el riesgo de no serlo será muy grande.

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DIFERENCIA­S. Si la diferencia entre un gobernante y una persona común es que el primero sabe y la persona común, no; la diferencia entre un gobernante y un estadista es que el gobernante sabe y el estadista sabe que no sabe. ¿A quién se parecerá Alberto Fernández?
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