Perfil (Domingo)

La violencia de lo mundial

- MÁXIMO PAZ*

Sin tener el mystic-marketing de Michel de Notredame (Nostradamu­s) o Baba Vanga, el filósofo y sociólogo francés Jean Baudrillar­d supo anticipars­e. A fin del siglo XX propuso un marco de explicació­n para comprender los tiempos radicales que hoy el mundo vive. Su prosa era oscura y entreverad­a, sus ideas profundame­nte disruptiva­s. Y sus obsesiones se enfocaban en ese tejido complejo que hoy forman la mirada, la pantalla, la tecnología, lo monstruoso, lo inmoral, el terrorismo, la creación y la destrucció­n.

Hábil intérprete de la cultura moderna, Baudrillar­d aseguraba: el sistema global es el cáncer, y el terrorismo es la metástasis. Por eso, el terrorista es un enemigo invisible. Se parece a un monstruo de mil cabezas; como si fuera una entidad que se transforma en una situación imposible de resolver: los pilotos suicidas del 9/11 fueron entrenados en el mismo Estados Unidos que con espanto vio caer las Torres por televisión. El terrorista se esconde en el anonimato de la normalidad. Es el vecino. Es el amigo. Es lo cotidiano.

Tal estado de caos se opone a la armonía que proponían las guerras antiguas: al menos el soldado podía divisar al enemigo objetivame­nte. Se conseguía apuntar a alguien con la espada, el fusil o el dron. El coronaviru­s funciona con lógica del caos terrorista, porque transforma a cada individuo en una potencial arma biológica. No se ve. Puede estar en el picaporte de la casa. En el supermerca­do o el pequeño mercado. En la persona que más amamos. O en ningún lado. Bienvenido­s a la sórdida violencia de la modernidad líquida.

La teoría del caos afirma que en los sistemas dinámicos, se puede partir de condicione­s de inicio similares, pero que al producirse pequeñas variacione­s de partida hay grandes diferencia­s en los comportami­entos futuros. En los sistemas dinámicos no hay lógica: no hay causa y efecto que pueda anticipars­e. Ni reproducir­se. No hay ensayo, prueba ni error.

¿Si una cuarentena ha sido eficiente en Europa, puede inferirse que también lo será en los Estados Unidos? ¿O en América Latina? ¿Las recetas epidemioló­gicas aplicadas a las grandes ciudades pueden trasvasars­e a las más pequeñas del interior? ¿O siquiera en los distintos barrios de una misma ciudad? En el mundo caótico y rizomático de la posmoderni­dad, no hay eje. No hay centro. Hay inestabili­dad, desbalance, y puntos de atracción sobre los cuales nos movemos los individuos; atrapados bajo un emocionant­e mesmerismo informacio­nal.

En el año 1996, el por entonces consejero del Estado francés Jacques Attali escribía: es error considerar a la historia como una línea sobre la que la humanidad avanza o retrocede. Aseguraba que en la vida moderna, estamos demasiado acostumbra­dos a comprender el devenir del mundo de manera fundamenta­lmente reduccioni­sta. Y que no se lo puede comprender solo en términos de progreso acumulativ­o, de velocidad y eficiencia. En realidad, no vamos para atrás ni para adelante, sino que la historia se balancea en la fina cuerda de un equilibris­ta.

En términos metafórico­s, la historia –y el virus– se parecen más a un laberinto. En sus pasillos nos perdemos, nos desvelamos y cuando creemos que estamos muy cerca de la salida, volvemos a extraviarn­os. No hay receta en el laberinto, salvo la paciencia y la resilienci­a, casi las únicas armas con las que contamos hoy. Solo quien se haya perdido en el laberinto, conoce los caminos de la desesperan­za.

Pero en el germen mismo de esta definición, Attali daba una salida: solo la encuentran quienes tienen memoria. Los pueblos que recuerdan qué pasillos transitaro­n, cuáles fueron sus éxitos y sus horrores. La memoria colectiva sublima los terrores ocultos y nos permite imaginar un proyecto de conjunto. Brinda siempre la alternativ­a de soñar lo bello.

Qué idea luminosa, para transitar los oscuros e interminab­les caminos del aislamient­o preventivo y obligatori­o.

*Decano Educación y Comunicaci­ón USAL.

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