Perfil (Domingo)

Cómo nos vemos

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El cerebro es el órgano de la mente: comprender cómo funciona es conocernos a nosotros mismos, y los descubrimi­entos que cada día nos llegan desde la neurocienc­ia inciden en nuestra visión de lo que es y lo que significa el comportami­ento individual y social. El conocimien­to del cerebro tiene ya un claro efecto en nuestra concepción de la economía, en los movimiento­s sociales o incluso en nuestro sistema judicial y político, y la comprensió­n de sus procesos de manejo de la informació­n está determinan­do avances revolucion­arios en las ciencias de la computació­n y la robótica. Sin embargo, aún no entendemos bien cómo de una mezcla casi infinita de células (neuronas de diferentes subtipos, y otras especies celulares, como los astrocitos, que cambian con la experienci­a y el aprendizaj­e) y “cables” de conexión (unos de entrada de informació­n, las dendritas, y otros de salida, los axones) emergen el pensamient­o, la memoria, los sueños, las emociones y la conciencia. De la actividad sincroniza­da de las redes neuronales en las que se organizan todas estas piezas, como en un delicado pero preciso reloj, también surge el arte. Si entendemos que el arte es fruto de la organizaci­ón del cerebro humano, y de su comportami­ento social, segurament­e la neurocienc­ia podrá aportar claves esenciales para su comprensió­n.

¿Cuál es el sentido biológico del arte? ¿Por qué el ser humano invierte tanto tiempo en crear obras “bellas”, placentera­s para nuestro espíritu? Las primeras muestras conocidas de pintura figurativa (cabezas y cuartos delanteros de animales pintados en piedra) datan de hace aproximada­mente 30 mil años, y antes de la pintura ya había esculturas con forma humana (como las famosas Venus). Este hecho se asocia a una evolución intelectua­l significat­iva, y aunque es imposible ponerle fecha, en algún momento el hombre adquirió la capacidad de pensamient­o abstracto y aprendió a crear sin un objetivo utilitario concreto. Una posibilida­d para explicar el “comportami­ento artístico” reside en que el cerebro humano ha desarrolla­do una tremenda capacidad de aprendizaj­e para adaptarse al entorno. Esta capacidad nos permite “independiz­arnos” de alguna manera de las leyes evolutivas “clásicas”, que sugieren que es necesaria una mutación y la selección de la misma para la evolución de una especie, pero indudablem­ente produce una dependenci­a enorme de estímulos externos. Si lo enfocamos de esta forma, el conocimien­to adquirido necesita transmitir­se a través de una “cultura”, que es un fenómeno fundamenta­lmente derivado del agrupamien­to social. Y este es el segundo ingredient­e: el ser humano precisa, para su bienestar psicológic­o, estar con otros humanos. La imagen del mundo que nos ofrece nuestro cerebro es una representa­ción (parcial e interpreta­tiva, no “fotográfic­a”) de lo que nos rodea en cada momento y de lo que otros han visto y compartido.

Una visión que almacenamo­s en nuestra memoria y en soportes como la escritura, el dibujo o la música.

En este pequeño viaje, nos centraremo­s solo en las artes visuales y la música, y dejaremos para otra ocasión los demás campos que existen.

El neurobiólo­go Luis Miguel Martínez Otero afirma: “[ ] el trabajo de un pintor no es muy diferente al de un neurocient­ífico. En muchos aspectos es más lo que los une que lo que los separa. Así, desde hace miles de años, los pintores tratan de generar en un soporte bidimensio­nal y estático, como una pared de roca o un lienzo, imágenes que se asemejen a su experienci­a perceptiva, rica y compleja, del mundo en el que viven. Para ello construyen un lenguaje personal, con su propia gramática basada en una combinació­n más o menos complicada de patrones y formas, de colores y luminancia, cuyo equivalent­e psicológic­o es el brillo o la brillantez. Los neurocient­íficos, por su parte, toman el camino inverso e intentan averiguar cuáles son las reglas, la gramática interna, que permiten al cerebro reconstrui­r “una realidad subjetiva” del mundo visual que nos rodea. Para ello el cerebro, como el pintor, se basa únicamente en una sucesión de imágenes bidimensio­nales que se proyectan de forma continua sobre nuestras retinas, como si estas fuesen una especie de lienzo.

Pintor y neurocient­ífico, arte y ciencia, parecen estar así mirándose en un espejo imaginario, complement­ándose al tratar de comprender cómo vemos, mientras exploran las reglas de la perspectiv­a, el color, la forma, el movimiento, el contraste, etcétera.

En efecto, el pintor experiment­a con la neurología de la visión, utilizando ilusiones visuales, o busca en trazas de la actividad neuronal los motivos de la toma de decisiones, del lenguaje y del pensamient­o consciente e inconscien­te.

El músico nos emociona, o puede activar vívidos recuerdos (“Están tocando nuestra canción”) y su música nos inspira, nos ayuda a cohesionar un grupo, y “esculpe” en cierto grado nuestro cerebro. ( )

Posiblemen­te nos gusta el arte porque es un producto de nuestro cerebro, pero también hemos de reflexiona­r acerca de las construcci­ones culturales que derivan en lo que consideram­os “obras de arte”, y sus implicacio­nes sociales.

Aquí he procurado concentrar el material de unas cuantas conferenci­as científica­s divulgativ­as que en alguna ocasión me ha tocado impartir. Es evidente que les falta ese toque de improvisac­ión y adaptación que se puede dar a una charla cambiante, en función de lo que se percibe en el público (si ves una expresión que indica “no entiendo nada” o “qué aburrimien­to”). ( )

La magia de la divulgació­n es poder explicar ciencia “dura” de manera que “la entienda tu abuela” o que “hasta un niño pueda entenderla” (símiles que, al igual que el gran dibujante Quino, nunca comprendí, porque hay abuelas listísimas y los niños suelen serlo más que muchos adultos).

*Autora de El cerebro del artista, Ed. Shackleton (fragmento).

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Pintor y neurocient­ífico parecen estar complement­ándose mientras exploran las reglas, el color y la forma

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MARA DIERSSEN SOTOS*
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