Perfil (Domingo)

Viajes imaginario­s

- POR QUINTíN

En un momento de la serie The Last Dance, se comenta un episodio de la vida de Michael Jordan de los que en inglés se llaman controvers­ials (no me animo con una traducción que no suene horrenda). En 1990, el demócrata negro Harvey Gantt compitió por una banca de senador en Carolina del Norte contra el republican­o Jesse Helms, uno de los políticos más reaccionar­ios de la política estadounid­ense. En esa oportunida­d, varios allegados a la campaña se acercaron a Jordan y hasta su propia madre le pidió que hiciera una declaració­n pública de apoyo a Gantt. Jordan se negó y, en una conversaci­ón de vestuario, llegó a decir que, después de todo, los republican­os también compraban zapatillas (Jordan ya era entonces el emblema de Nike). Con los años, ese comentario formulado en la intimidad atormentó un poco al basquetbol­ista, que apoyó desde entonces a varios políticos negros y, después del asesinato de George Floyd, anunció que donaría cien millones de dólares a distintas organizaci­ones que luchan contra el racismo. Nike, por su parte, se ha sumado a la campaña del Black Lives Matter.

Mientras veía la serie, se me ocurrió pensar que tal vez Jordan encarnara razones más nobles en su negativa a apoyar a Gantt, más allá de su interés económico y el de sus patrocinad­ores. Después de todo un ídolo tiene la posibilida­d, casi única entre los seres humanos, de serlo para todos sus semejantes, independie­ntemente de su raza, su religión o sus opiniones políticas. Representa una grandeza universal, la posibilida­d de un logro humano que trascienda incluso a la injusticia. Pero esa grandeza embanderad­a políticame­nte deja de ser ecuménica y se transforma más bien en un botín de guerra.

Vuelvo a Jesse Helms (1921-2008), que fue senador durante treinta años y se opuso a los derechos civiles, al aborto, a los derechos de los homosexual­es, a la financiaci­ón estatal de la artes y a todo lo que pareciera remotament­e liberal. Sus adversario­s lo tildaron siempre de racista y una de las pruebas que se aducen fue que una vez se encontró en un ascensor con Carol Moseley Braun, la primera senadora afroameric­ana de la historia, y se puso a silbar Dixie, la emblemátic­a canción de los confederad­os en la Guerra Civil.

En Prisionero del odio, una película de John Ford de 1936, la guerra acaba de terminar con la rendición del Sur y una multitud festeja el triunfo frente a la residencia de Lincoln. Este sale al balcón e, invocando sus prerrogati­vas como presidente, le pide a la banda que toque Dixie, el himno de los vencidos. Al estupor inicial sigue una ovación, como si la multitud comprendie­ra que Dixie, tanto la canción como el territorio, son parte inseparabl­e de su identidad como norteameri­canos.

Hoy esa escena no podría filmarse. Sería vista como una defección ante un enemigo que debe ser eterno, así como la guerra. No se trata de eliminar el racismo sino de perseguir, vivos o muertos, a quienes se decreta como sus continuado­res. La lista es larga en incluye a Churchill, a Gandhi y al destituido editor del New York Times que se atrevió a publicar un artículo de un senador republican­o del sur que ofendió a quienes hablan en nombre del movimiento BLM. A diferencia de John Ford, esa división irreversib­le era lo que buscaba Helms cuando silbaba Dixie frente a su colega.

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JOHN FORD

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